viernes, 4 de diciembre de 2015

Vale la pena la leyenda del futuro


Por Federico Anzardi
Periodista

Quedó en el imaginario que Los Redondos no tenían nada que ver con su público. No fue tan así. Durante los 23 años que duró la banda, los músicos y “la gente” se encontraron y se alejaron, como esas relaciones enfermizas repletas de peleas y reconciliaciones constantes.

En los primeros años, a partir de 1978, mientras Patricio perdía la forma humana y Los Redondos buscaban su camino, el público estaba conformado por amigos de los músicos, amigos de amigos, periodistas avispados y quienes se sentían atraídos por una propuesta diferente para la época: teatro, monólogos y un rock distinto al que se podía encontrar en los circuitos más conocidos de la época. Como escribió Alfredo Rosso en una Rolling Stone de 1999, era “una amalgama ecléctica de la clase media porteña y bonaerense de los años 70” que en esos espectáculos encontraba “todo aquello que faltaba en la negra noche del proceso: sexo, humor, alegría, reflexión”. Además, el Indio, Skay, Poli y el resto de la banda eran lo suficientemente jóvenes como para tener la misma edad que sus seguidores. Todo eso los acercaba.

Cuando el tramo musical quedó afianzado y el costado teatral mantenía un protagonismo que completaba el espectáculo, se dio el segundo acercamiento profundo. Eran los años del fin de la dictadura, la Guerra de Malvinas y el inicio de un nuevo período democrático. El público de esa etapa era mayor en número pero de la misma generación, por lo que manejaba los códigos de los comienzos y también podía, como decía “Pura suerte”, emborrachar el ritmo del maldito rock que Patricio Rey realizaba cada vez con mayor precisión. De esos años son canciones emblemáticas como “Qué mal celo”, “Nene Nena”, “Un tal Brigitte Bardot”, “Mariposa Pontiac”, “Superlógico” y otras.

A mediados de los ochenta, Patricio Rey empezó a editar discos y decantó en un evento musical novedoso desde el contenido pero convencional en la propuesta. El aspecto teatral llegaba a su fin y todo quedaba reducido a la banda tocando. El romance músicos/público se mantuvo dentro de las paredes de los recintos que los albergaban, pero ya no era un tesoro exclusivo para entendidos. Fue el momento en que surgió la primera generación de la corriente exiliada autodenominada “Ricoteros de verdad”, que continúa hasta nuestros días y se caracteriza por asegurar que todo tiempo pasado fue mejor, lo que genera la particularidad de tener miembros que repudian a los que se incorporan a sus propias filas.

En una entrevista publicada en 1988 en la revista Humor, Gloria Guerrero le preguntó al Indio si era verdad que unos pibes habían viajado desde Buenos Aires hasta Córdoba para poder asistir a uno de sus conciertos. Solari dijo que sí y agregó que era mejor eso a que se chorearan una moto de puro aburridos. Se venía algo distinto.

Con un nuevo cambio de etapa y de público, Los Redondos se transformaron en la mejor banda de rock. Probablemente, el momento más alto haya sido el período 87-91, donde el clima de resistencia antidictadura le había dado lugar al sudoroso under. Las pruebas están en los audios piratas. El ejemplo perfecto puede ser el recital que dieron en Laskina, un diminuto pub uruguayo, en 1989. Esa noche, el grupo se agrandó en un escenario mínimo. Se adaptó al lugar y se volvió lo más grande que había, porque ocupaba todos los espacios. La lista de temas no deja dudas: “Unos pocos peligros sensatos”, “Vamos las bandas”, “Masacre en el puticlub”, “Divina TV Führer”, “La parabellum del buen psicópata”, “Héroe del whisky”, “Ella debe estar tan linda”, “Nadie es perfecto”, “Maldición va a ser un día hermoso”, “Blues del noticiero”, ”Rock para los dientes”, “Aquella solitaria vaca cubana”, “Jijiji”, “Ya nadie va a escuchar tu remera”, “Mariposa Pontiac”, “El gordo tramposo”, “Un tal Brigitte Bardot”, “Yo no me caí del cielo”, “Ñam fri frufi fali fru”. Palo y a la recontra bolsa. La banda sonaba ajustada y el público mantenía bien alto el termómetro.



La década del noventa encontró al grupo en dos realidades paralelas: la de los estadios y la de los escenarios parecidos a los de antaño. Patricio Rey llenaba las canchas de Huracán y Colón y también hacía shows en San Carlos Centro, un pueblo que doblaba su población con cada concierto; y en Concordia, en un viejo galpón portuario que había sido reciclado como discoteca. Los cultores del buen gusto que captaban las referencias a Perrault ya no eran los ejemplos del ricotero promedio. Se habían pasado a la clandestinidad. Lo importante era el sentimiento que no se podía parar ni explicar. Surgían los cantos de cancha, el escabio en la previa, el viaje, el asado y el aguante.

Mientras más popular se hacía Patricio Rey, mayor parecía la distancia con el público. Se trataba de un alejamiento generacional (los músicos ya tenían cincuenta), y también marcado por los medios, que empezaban a hacerse eco del fenómeno. A mediados de los noventa, la revista Viva, de Clarín, publicó una de las primeras notas que reflejaba la novedad: el artículo abría con una foto a doble página donde se veía a la banda en pleno show, cubierta por el humo de bengalas y una marea humana que estaba quieta en la imagen pero, se notaba, no paraba de moverse. De eso hablaba el artículo: mostraba el éxodo ricotero, la fidelidad que crecía sin parar.

El Indio, además, se revelaba como un sibarita que contrastaba notablemente con su público de esos años. En los noventa, los ricoteros eran estigmatizados por los medios y los sectores más conservadores. Se los señalaba como vagos, vándalos amigos de lo ajeno, satánicos (!), drogadependientes. El líder de misteriosa vida, en cambio, era otra cosa.

Pero antes de que esos roles se definieran del todo, Solari dio la cara, en lo que fue uno de los dos momentos de acercamiento que en esos años Los Redondos tuvieron con su público. En la conferencia de prensa que brindó el grupo en 1997, tras la suspensión de los shows en Olavarría, el Indio dijo que los corazones de esos chicos de doce años no tenían maldad. Lo cierto es que sus seguidores tenían más de doce y asustaban a una sociedad argentina que veía todo por Crónica TV. A pesar de que los que causaban disturbios eran siempre un porcentaje menor, el peso caía sobre todos.

El otro momento de comunión sucedió en 1996, cuando el grupo sacó Luzbelito. El tema “Juguetes perdidos” hablaba de la gente que copaba cada vez más los esporádicos recitales del grupo. Sin explicitarlo, el Indio hacía referencia a los trapos y a las bengalas, era la oda al rock chabón, explicaba el sentimiento.

Desde Olavarría, la distancia se agrandó. Los de abajo eran los desangelados y el de arriba el rockero fóbico superculto que vivía con una escopeta, rodeado de perros. Mientras todo el rock argentino de esos años apoyaba la línea de igualdad con sus seguidores, Los Redondos se mantenían alejados de eso, se mostraban diferentes y más que considerarse pares, aconsejaban. “Tengan cuidado”, decía el Indio antes de despedirse en cada recital, sabiendo que la Policía esperaba afuera.

“Juguetes perdidos” fue casi un tropiezo en una carrera en la que el motor nunca fue la demagogia. Los Redondos no hacían lo que la gente quería, eran los seguidores del grupo los que se acoplaban a la propuesta. Por eso, durante dos décadas, hubo quienes se subieron y se bajaron del viaje. En la etapa final, en cambio, surgieron fanáticos que idealizaron un momento (el período  94-99) y todavía intentan reproducirlo con los viajes, la comunión ricotera, lo que hoy Lollapalooza llama “la experiencia”.



En Último bondi a Finisterre y Momo sampler, el Indio y Skay proponían evolucionar, cambiar en el sentido antimacrista de la palabra. Se acercaban a Prodigy y a Massive Attack y reivindicaban al sampler como herramienta fundamental de la época para alimentar la creatividad desde un lugar ya transitado. La entrevista que la banda le dio a Rolling Stone en diciembre de 2000 terminaba con una frase del Indio que era ejemplo de lo que proponían y buscaban: “Ojalá llegue un cambio pronto que lo conmueva todo”.

En el libro que acompañaba a Último bondi... se incluía el Test para el colono virtual. Sus opciones eran las siguientes:
-No mutar
-Mutar cuando sólo es nuevo lo que hemos olvidado
-Mutar si Dios es digital
-Mutar si se piensa que el nuevo Dios nos va a salir mejor
-Mutar porque nos gusta el bondi a Finisterre y porque vale la pena la leyenda del futuro

Mientras tanto, el público ricotero mutaba en una ola masiva de conservadores que veían en ciertas modificaciones del sonido una traición a la causa. Muchos sentían eso que Pappo le dijo a DJ Deró. Coquetear con la electrónica estaba mal para el ricotero de esos años, que se pasaba por las pelotas el Test para el colono virtual, salvo la primera opción, y con sus dudas sobre los dos últimos discos creaba un murmullo generalizado que nunca se alzaba demasiado pero que se percibía claramente en charlas que no respondían a ninguna sapiencia, sólo era la opinión generalizada de la época. De hecho, la crítica, en general, se sorprendía y celebraba las innovaciones. Pero para la ortodoxia ricotera, la experiencia consistía en perseguir a una banda y ser guardianes de una idea que cuidaban con recelo. Sentían la necesidad de escuchar “La bestia pop” en el bar después de las cuatro y media de la mañana. Volver a las fuentes, siempre.

Es extraño el comportamiento conservador en el ambiente del rock. No porque no sobren ejemplos, sino porque se supone que el mensaje implícito de la cultura rock (ese término tan Solari) es el contrario: ahí están los Beatles cambiando, Spinetta diciendo mañana es mejor. Pero, quizás motivados por algo de la lírica a veces melancólica del Indio (“no tengo dónde ir”, “el futuro llegó”) y el aferrarse a algo que sentían como propio, los ricoteros más talibanes tenían un comportamiento cerrado, como si les diera miedo el cambio y la posibilidad de perderlo todo.

El ricotero promedio actual, el cliché, es el que va a ver al cantante. Los seguidores de Skay tienen un poco la actitud “Ricoteros de verdad”. Los que siguen a Solari son señalados como simples consumidores de la experiencia que remite a los noventa. Son como los protagonistas de la nueva Star Wars, que le preguntan a Han Solo sobre las leyendas de antaño y él les dice que sí, que todo fue verdad.

Luca Prodan, arriba del escenario de Cemento, una noche de mayo de 1987, dijo algo parecido cuando decidió subir a improvisar en “Criminal Mambo”. Pero en ese momento en el que todo estaba sucediendo, lo dijo en presente, y en inglés: “Everything is true”.

Hace dos años, sentado en su casa, tomando mates cebados desde una pava eléctrica y fumando un cigarrillo tras otro, Skay Beilinson dijo que si Patricio Rey fue algo, fue verdad. Que no fue una ficción, no fue un invento, fue verdad. Y que eso lo hizo grande.

Hoy, el Indio ya se anima a tocar canciones de Último bondi a Finisterre y de Momo sampler. El público ricotero conserva los ritos pero está más abierto que nunca. De a poco fue aceptando las otras opciones del Test. Y Patricio Rey continúa, desde algún lugar, marcando el camino a seguir.



2 comentarios:

Hugo dijo...

Llegué a la parte de "diabólicos" y recordé cuando el padre de un amigo que tenía por esos años le rompió en pedacitos el librito de Luzbelito por ser "música del Diablo".

Al menos el CD se salvó y encima le quedó un lindo collage pegado todo con cinta scotch.

santiago segura dijo...

Hermoso... Espero que se lo haya comprado de vuelta.