viernes, 10 de febrero de 2012

Spinetta: siempre estarás en mí


“¿Acaso no son el verde y el amarillo cada uno de los colores opuestos de la muerte, el verde para la resurrección y el amarillo para la descomposición, la decadencia?”.
Antonin Artaud.

***

Todavía no caigo.
Pasó un día y otras horas, pero nunca voy a caer. No pasaba ni cerca de mi imaginación la idea de que Spinetta se fuera así, de manera tan repentina, tres semanas después de escribir un texto deseándole buena salud, creyendo que a él no le iba a pasar, porque era Spinetta. Es.

Ayer fue el mensaje de mi novia, y buscar en internet sin suerte. Prender la tele antes de rajar del laburo -es largo de explicar- y encontrar a Valeria Lynch hablando de él, sorprendida en un homenaje que era para ella. Y la confirmación. Y no caer.

Viajar en el Urquiza -paradoja, Spinetta vivía en Villa Urquiza- escuchando las radios que se dejaban escuchar, y todos conmocionados, escuchando a otros: la gente que llamaba, los músicos que apenas lo conocieron pero lo amaban.

Y pensar en cualquier cosa, recordar momentos con él, así: con él, junto a él, acompañados por un artista que nos cantaba al oído cosas maravillosas, nos hacía creer en un lugar mejor, era nuestro refugio, un mundo aparte, su mundo que se convertía en una guía, nosotros escuchándolo con atención ante cada aparición pública, ante cada disco nuevo, ante cada descubrimiento de una vieja perla.

Pensé en mi novia, que venía viajando conmigo, los dos mudos. En el verano del año pasado, me regaló para mi cumpleaños el tesoro más preciado, Spinetta y las Bandas Eternas (puedo decir que fui insistente al respecto…). Pensé en ese show y la suerte de haber estado allí: ya había sacado mi ticket para ver la que fue la última visita al país de AC/DC y, de golpe, al Flaco se le ocurría juntar a todos sus grupos, los que yo amaba y amo, el mismo día que tocaba el grupo de Angus Young. Hice lo que pude, busqué alternativas para poder estar en la noche eterna de Vélez, y la suerte me acompañó: logré el cometido de cambiar la entrada de AC/DC para otro día y me emocioné con las cinco horas y monedas de la música más linda del universo.


Pensé en mi amiga Florencia que lo ama y en su primo Facu, un tipo al que me cruzo siempre en la calle y de lo primero que hablamos es de él; cuando se enteró de que me habían regalado el cofre, me mando un mensaje de texto como si me hubieran comprado una casa. Pensé en mi hermana Aldi que justo se había puesto a escuchar el Unplugged, y en los mensajes de mis viejos y mi otra hermana, Ana, cuando se enteraron. Pensé en Fede, mi amigo que no pudo cambiar la entrada de AC/DC y se perdió el show de Vélez. En Luqui, mi primo, que me decía que El jardín de los presentes era el mejor de Invisible hasta que, le insistí, escuché con mayor atención el primero, y me dio la razón. En Pablo de La Perla Irregular, que me contó de cuando le fue a llevar los discos de la banda a esa casa que ahora vemos en los noticieros: la primera vez lo atendió una chica y recibió los CDs, la segunda vuelta, una voz mágica y nada misteriosa –digo, le sonaba a Pablo muy familiar, tan familiar que era- le comentó desde el otro lado de la puerta que “todavía no los pude escuchar bien”.

Pensé en el último show que vi de él, en el teatro Coliseo, con mi novia, Fede, Facu y su novia, una chica (muy) uruguaya que, creo, conoció por Facebook gracias a… sí, por supuesto. El show fue rarísimo, indescifrable, el show más antihitero que vi en mi vida -nota: vi varios shows de Spinetta-, algo así como la antítesis del show de Vélez, donde nos regaló lo que daba en migajas: los temas que se aman, se añoran, o se querían volver a escuchar en su voz.

Spinetta no tocaba esos temas porque le gustaba su presente. Y sí, algo de razón tenía: los demás eran los que vivían atados a su pasado, a su juventud -las nuevas generaciones, donde entraría yo, atadas a lo que no vimos o vivimos en su momento-, a la eterna necesidad de valorar lo hecho tiempo atrás, la melancolía tanguera del argentino. y él siempre es presente; siempre miraba hacia adelante, representaba el hoy de un arte inimitable, trabajado, poblado de sutilezas, amor, imaginación y búsqueda; la constancia de un tipo que parecía invencible.

Pensé, como muchos, en Charly García. ¡Quién hubiera dicho que iba a sobrevivir a Spinetta! Las apuestas no garpaban nada. Y también pensé, en la nebulosa, en el milagro que sería que Gustavo Cerati despertase. Y lo horrible que sería que el tipo vuelva a ser quien era y le comuniquen la noticia; durante tu sueño se murió Spinetta. Es terrible, pero lo pensé: Cerati, que sin Spinetta no sería Cerati, sumido en la ensoñación mientras su máximo ídolo muere.

Pensé varias estupideces más. “Bueno, ahora a todo el mundo le va a gustar Spinetta”, algo que imaginé como positivo y negativo a la vez (positivo porque el arte supremo de LAS debería ser apreciado por mucha más gente, aunque seamos muchísimos; negativo por el celo de secta, nosotros, los que lo sentimos casi como una deidad, ante la banalidad de cualquier ganso que te dice “me gusta Spinetta” como te dice “amo a los Beatles” y conoce cinco temas de la Beatlemanía y punto).
Otra fue “Ahora van a reeditar todos los discos, hasta Only love can sustain, el único que nunca escuché. Voy a poder tener Kamikaze, que está descatalogado”. “Se viene el libro de Sergio Marchi”. “Todos los diarios van a decir ‘el poeta’ e idioteces del estilo”. Y así.

Lo que pensé después de un rato largo fue de lo poco potable que brotó entre mis ideas, algo lógico y nada brillante, pero que me calmó por un rato. Un tipo como él no merecía sufrir: al menos sufrió poco y murió reconocido y acompañado por su familia, en su hogar.

De todas formas, no lo merecía. Un tipo con esa gracia, con un don tan maravilloso, con la altitud de pocos seres humanos, el que detenía al tiempo y el espacio con sus melodías y abrumaba con la densidad de sus silencios, sus armonías de otro planeta y su voz, que jugaba a ser tenue pero era increíblemente poderosa. El consuelo y, sí, el antídoto contra todos los males de este mundo.

Pensé, y sigo pensando, que le debo algo. Pensé que nunca voy a poder llevar a cabo esa charla que soñaba, para este blog; para mí. Pensé que, algún día, tengo que terminar de sacar con la viola Cantata de puentes amarillos. Que es casi imposible, pero Spinetta me enseñó que hay acordes que parecen imposibles pero los puedo sacar y hacer (y luego, quedar exhausto y contento).

Y siento que nos quedaba mucho por recibir de él, eso es lo más triste. De un artista con presente siempre llegan iluminaciones. Su obra, inmensa en contenido, ancha en el tiempo y poblada de variedades seguía proveyéndonos de materiales preciosos. Spinetta era una mina de oro que siempre seguía dando.

Pensé en su influencia, que va desde sus hijos artísiticos -Fito, Cerati- hasta sus compañeros generacionales -Litto, Charly, Moris, Javier Martínez, Miguel Cantilo-, pasando por cantidades industriales de músicos del under rockero, artistas que se dedican a otros géneros (desde Liliana Herrero y Mercedes Sosa, a Rodolfo Mederos, Hugo Fattoruso y Piazzolla, que una vez lo invitó a tocar). Y aquellos fans insólitos como Juanse, que para muchos personifica a Pomelo, el rockero idiota que inventó Capusotto y para Spinetta era un artista digno de ser versionado (y lo hizo). O Iorio, el metalero que se supone -y muchas veces da razones para ello- facho, el que cantó en su disco solista -bajo los efectos de la evidente emoción- Durazno sangrando y Toma el tren hacia el sur.

Pensé en la desgracia ensañada estos últimos tiempos con el universo spinetteano, tomando forma en la ignorada muerte de Diego Rapoport, el brillante teclista que acompañara al Flaco en Kamikaze y durante un período de Spinetta Jade; en el fallecimiento de Sartén Asaresi, otro colega que lo acompañó con su guitarra y ayudó a Luis para que “saque” –sí, leen bien- nuevamente sus canciones, sus acordes multifónicos, para el concierto de las Bandas Eternas.


Así podría continuar. Escribir y no dormir recordando cosas, releyendo y reinterpretando sus letras, como la de Post crucifixión, el mejor hard rock de la vida, que dice:

Abrázame,
Madre del dolor
Nunca estuve tan lejos
De mi cuerpo.
Abrázame
De la vida yo ya estoy repuesto.

Y en esta quietud que ronda a mi muerte
Siento presagios de lo que vendrá.

O la letra entera de Sinfín, compuesta a medias con Roberto Mouro (léanla acá).

Recordé cuando compré por internet el disco doble de Los Socios del Desierto, descatalogado. Me lo mandaron con otros muchos discos por correo; los otros fueron una excusa para conseguir ése, la figurita difícil. También -para esto me ayudó mi amigo Hernán, que siempre me pide que toque Bajan y me recordó el dato entre risas hace poco- me reí por dentro cuando volví un par de años para atrás. Tocábamos con la banda en un bar metalero de San Miguel y, en un fragmento del “show”, quedé yo solo con la guitarra acústica haciendo un par de temas. En un bar metalero. Y toqué Plegaria para un niño dormido. Y pensé que tengo que volver a hacer música. En fin.

Era lo que no queríamos que suceda, jamás. El “Flaco, no te mueras nunca” que le gritaban en los shows, al que respondía con su genial humor, signo infaltable de un ser maravilloso.
Estamos empezando a extrañar lo que ya no va a ser, lo que no veremos más, las canciones que nos vamos a perder. Pero en su refugio todavía tenemos lugar, la eternidad imaginaria guarda su espacio en los surcos de un disco, en un reproductor de mp3 y en el aire. Como dice la frase de arriba: “toda la música que cuelga, suena por ti”.


Ahora cuenten ustedes, me voy a dormir.
Ya caeré.

(Sepan disculpar algunas desprolijidades del texto, va lo que salió y sin corregir).