sábado, 24 de enero de 2009

Manal, la bomba urbana


CÓMO VENÍA LA MANO

Javier Martínez, del barrio de Flores, era desde chico un gran fanático del jazz, tanto que tenía armado un cronograma con todos los programas de radio en los que pasaban su música favorita (y por decantación llegó al blues). Por supuesto, se fascinó con figuras como Muddy Waters y B.B. King, y se dio cuenta de que la línea divisoria entre ambos géneros era más que fina: blues, jazz, soul, todo estaba cerca. Le gustaba la batería, y tocaba arriba de los discos de jazz golpeando con palitos una banqueta de su cuarto. A los dieciséis años, un amigo de su barrio le contó de un regalo recibido que terminaría siendo el mejor presente... ¡para Javier! Al chico le habían regalado una batería, que su amigo de la otra cuadra solía ir a tocar, tanto que un día el joven se hartó y le dijo “Javier, no vengas más”. Pero a Martínez le quedó la fascinación y se compró al tiempo el dichoso instrumento.

También a los 16, descubrió a Ray Charles, quien se convirtió en su cantante favorito. Ahí se fascinó con otra cosa: la voz. El tiempo lo haría baterista y cantante, una conjunción que no suele darse mucho. De casualidad -invitado por unos conocidos- cayó a La Cueva, el lugar donde debía estar un joven argentino con aspiraciones musicales ligadas al blues como él, además de sus nacientes inquietudes como escritor (influenciado por sus lecturas de Marechal y Arlt, pero también de Rimbaud). Allí se encontró con personajes fundamentales para la cultura que se generaría luego, desde poetas como Pipo Lernoud hasta músicos como Moris, gente con la que Javier comenzó a intercambiar información musical y literaria, además de charlar sobre cuestiones sociales, políticas y espirituales. (Con Moris formó Los Beatniks, efímera banda que registró el primer simple de rock en estas pampas, Rebelde / No finjas más). Al tiempo de ir a La Cueva, quienes la frecuentaban comenzaron a ir a La Perla del Once, bar que también se haría mítico y que les abría las puertas cuando las cueveras se cerraban, de madrugada. Martínez rememoró en el libro Tanguito, la verdadera historia, de Víctor Pintos, que “había una tertulia literaria con Miguelito Abuelo, con Pipo Lernoud, y una parte muy musical con Litto, Moris, acordes, yo sacaba el cuadernito. (...) El conservatorio de La Perla del Once fue real. Un conservatorio de música y de letras. Yo nunca tuve que comprarme un método para estudiar la guitarra. Tenía un cuadernito y anotaba. ‘A ver, pará, ese acorde, hacelo de nuevo. Dejame que lo copie’. Hacía las seis líneas del encordado y anotaba. Yo me hice mis propios métodos de estudio de guitarra”. A su vez, Martínez reconoce como sus mayores influencias literarias a Lernoud, Abuelo y Moris.

En La Cueva y La Perla, el ambiente estaba en ebullición y siempre aparecían personajes nuevos. En alguna de esas tantas noches cayó un morochito muy pibe, un tal Alejandro Medina, pero él y Martínez no se dieron mucha bola. Alejandro era unos años más joven -tres, precisamente- y ya mostraba su talento en el bajo en algunos grupos. El más conocido de ellos, Los Seasons, dejó registro discográfico con el disco Liverpool at B.A., una recreación del sonido de aquella ciudad por entonces. Desde muy niño había andado las calles de Once, por lo que debía llevarse bien con un callejero como Javier. Pero el contacto directo entre ellos llegaría más tarde.

Medina sí se saludó con Claudio Gabis, a quien conoció en una fiesta en la que tocaron los grupos en que se desempeñaban, Los Seasons y Bubblin Awe. Eso sucedió tiempo antes de sintonizar ondas con Martínez, en un encuentro revelador: se había organizado un festival audiovisual dedicado a los Beatles en el instituto Di Tella y, en los ensayos previos a la presentación de los grupos, Gabis ejecutó una sorprendente frase de blues. Martínez le contestó aquello desde la batería, con otra frase. Instantáneamente notaron que había química y que, mientras todos los músicos tocaban beat, ese pop tan clásico que dominaba la época, ellos dos y sólo ellos dos, se habían permitido un pequeño momento blusero. A ver, que se entienda: tocar blues en 1967, y para colmo en esta parte del mundo, era como hacer heavy metal. Por eso, después del ensayo, se pusieron a charlar y vieron que la afinidad musical no era porque sí: tenían la misma data. Después de un tiempo de cruzarse y juntarse a charlar (sus respectivos grupos ensayaban cerca), decidieron que lo mejor era encarar un nuevo proyecto, que terminaría siendo la primera gran banda de blues en Argentina, y no sólo eso: el primer gran trío.

Pero eran dos... necesitaban un tercer elemento, el bajista que completara el trinomio. Y todos los amigos consultados por ellos recomendaban el mismo nombre. Según recordó alguna vez Claudio Gabis: “Alejandro era el tipo que más tocaba el bajo acá, de eso no había duda. Como existía Cream, que era la gente que mejor tocaba en Inglaterra, acá todos nos empezaron a decir ‘ustedes tienen que tocar juntos’. No era que tocásemos más, era que cada uno tocaba diferente a como se tocaba en el resto del ambiente. Fue una tarea durísima, porque cada uno por su lado tenía su grupo y además recibía otras propuestas”. Y lo llamaron al Negro, nomás. Primero se llamaron Ricota, nombre que según Medina les puso Marta Minujín, y que surgió por decantación respecto del trío de blues más afamado que había en Inglaterra, Cream. Crema... Ricota. Pero como Ricota no duraron mucho; de hecho, el chiste les divirtió por muy poco tiempo.

¿Cómo surgió “Manal”, entonces? Entre charlas y divagues varios, los cueveros crearon un lenguaje propio, términos que luego se usarían corrientemente: copar, cómo viene la mano. A aquella pregunta, cómo viene la mano, Javier Martínez solía responder la mano viene manal. Ahí está el chiste y el origen del nombre del grupo, que ya establecido comenzó a ensayar sin parar para buscar un sonido propio y novedoso. Martínez ya tenía muchos temas escritos, con la particularidad de que las letras estaban en castellano. Más allá de que Los Gatos ya habían tenido suceso escribiendo letras en nuestro idioma, todavía no era algo del todo instalado y era, sin lugar a dudas, un riesgo que muy pocos se animaban a correr. Pero según Gabis, “la meta era clarísima: hacer música en castellano. Javier fue el tipo que me dijo ‘es una estupidez cantar en otro idioma, necesitamos hacernos entender y además tenemos cosas que decir’. Me había resistido a eso, pero la verdad es que fue el primer tipo que me lo explicó con claridad”. Para certificar su idea, Martínez le mostró a Gabis una letra que terminó de convencerlo definitivamente: era Para ser un hombre más. Comenzaba una nueva era en el rock de por aquí.

MANDIOCA Y LOS SIMPLES

“Hubo que esperar nada más que un tiempo a que apareciera alguna gente, específicamente Jorge Álvarez y Pedro Pujó, que fue la gente que creyó en nosotros. Desde el punto de vista empresario ellos crearon el movimiento de rock nacional en Argentina”. Y sí, Claudio Gabis tiene razón. Lo que era un pequeño movimiento de hippies y beatniks en La Cueva y La Perla necesitaba una ayuda empresarial, y para eso llegaron Álvarez y Pujó. Jorge Álvarez tenía una editorial, no sabía nada del negocio de la música, pero se metió en él por Manal. No bien lo llevaron a la casa de Alejandro Medina, donde ensayaban, Álvarez se propuso hacer lo imposible para difundirlos y así nació el primer sello independiente dedicado al rock nacional, Mandioca, que se estrenó con un simple del trío que vio la luz en diciembre de 1968: Qué pena me das / Para ser un hombre más. Al sello se sumaron pronto otros artistas, como Miguel Abuelo y Cristina Plate; y a mediados del ’69, Manal editó su segundo simple, con los temas No pibe y Necesito un amor.

El estilo del grupo era revolucionario respecto a lo demás, en especial por la profundidad y cohesión que lograban entre las letras y la música. Ya para 1969 -año clave para el desarrollo del movimiento- eran una banda afianzada, a la que sólo faltaba el paso consagratorio final que significaba la edición de un disco larga duración. Y a fines de año se sumergieron en esa aventura, cuando Álvarez le consiguió a Manal 100 horas de grabación en los estudios TNT, los mejores del país en aquel entonces. Contó Martínez en una entrevista reciente que cuando entraron a los estudios y vieron la sala más grande “fue alucinante, mirábamos todos esos equipos gigantes y nos parecía que estábamos en la NASA”. En medio de la grabación hicieron un alto para participar del Festival Pinap, recordado por Claudio Gabis como el pináculo de su carrera musical, “la experiencia más cercana al cielo”.

LA BOMBA

Manal, tal era el brillante título del disco, salió a las calles en febrero de 1970 casi en simultáneo con el debut de Almendra. La gran presentación de Manal al mundo, lo primero que uno veía de ellos, ya te dejaba con la boca abierta: la portada era un collage con imágenes de los tres integrantes adentro de una bomba; con el nombre del grupo en el extremo superior derecho y, en el extremo inferior izquierdo, el nombre del sello; todo con un amarillo intenso de fondo. Eso era Manal para la música de aquellos días, una bomba con la mecha lista para ser prendida, una bomba que iba a detonar la pequeña escena. Estaba claro que ellos eran conscientes de que rompían con todo lo habido hasta ese momento. Rodolfo Binaghi fue el autor de la histórica portada, y Ricardo Rodríguez se encargó de las fotos de los músicos que aparecían en el sobre. El LP recibió un segundo nombre, para pasar a ser según muchos La bomba de Manal.

Y si la tapa inquietaba, qué decir de la música. Los tres tocaban con una originalidad y un sentido instrumental único. Medina fue el primer gran bajista del rock argentino, un monstruo de las cuatro cuerdas por presencia, personalidad y técnica. Las guitarras de Claudio Gabis, en tanto, sintetizan a la perfección sus conocimientos sobre blues, jazz y soul, además de tener el equilibrio para saber cuándo meter la nota justa, la distorsión o la limpieza (si Jugo de tomate hubiese sido editada ese mismo año en Inglaterra o Estados Unidos, Gabis sería un guitarrista conocido mundialmente, sólo por esa canción). Sus solos son sobrios y simples, transpiran purismo y sabiduría. Y Martínez... qué decir de su manera de cantar, para la que había estado mucho tiempo gastando su voz, vociferando horas y horas para que sonara como las de aquellos bluesmen que tanto admiraba. Y sus cortes, sus redobles, su sapiencia rítmica con la batería, incluso teniendo que cantar a la vez, su swing para conjugar ambas tareas. Hecho el análisis individual, era verdad aquello que decía Gabis: nadie tocaba como ellos. Como banda, se movían con increíble buen gusto en el blues, hard o slow; conformaban un ensamble ideal. Lo único que se terminó de perfeccionar en el estudio fueron los arreglos, y de eso se encargaron Medina y Gabis. La banda estaba bien ensayada y en la segunda o tercera toma salieron todas las bases.

El disco abre con la mencionada Jugo de tomate, escrita por Javier en La Perla. Decir que es un súper clásico del rock de acá es lo mínimo. Supongo la escena: un joven argentino escuchando en 1970 que para triunfar “jugo de tomate frío en las venas deberá tener”... La corajeada de las letras en castellano se traducía en furia y, ya para la segunda canción, Porque hoy nací, llegaba a una de las cumbres de la poesía rockera local. Javier se prueba en la guitarra, da un giro existencialista a sus palabras -Hoy adivino qué me pasa/ porque mi nombre no soy yo- y torna su voz cavernosa como nunca. Gabis demuestra su versatilidad tocando el órgano, mientras que Medina no participa del tema; pero sí tomará la voz principal en la gema que continúa el disco, Avenida Rivadavia. En sólo tres canciones, Manal cuestionaba a la sociedad y al individuo (en tanto se interrogaba como tal), y pintaba un paisaje urbano único... ¡hablando de una avenida! Pero la cosa no terminaba ahí.

Todo el día me pregunto es, como dice Juan Carlos Kreimer en el texto que acompaña a la edición original del disco, el “blues más blues del LP”. Es otro testimonio de época de aquellas charlas y caminatas interminables de los cueveros, con las anfetaminas como alimento para estirar las horas y trascender el sueño. Martínez reconoce haberlas usado “por razones obvias, porque no teníamos donde vivir y pasábamos las noches al lado de los estudiantes que las usaban, y salíamos con chicas de Filosofía y Letras que las usaban para estudiar. La pastilla era bastante común pero en un momento nos empezó a hacer mal y las mandamos a cagar. Qué pastillas, andá a la puta que te parió. Nos estábamos haciendo de goma. Y no”. Pipo Lernoud ha contado más de una vez que con Javier hablaban horas y horas, sin parar: “hasta habíamos inventado medidas de tiempo diferentes. Un senever era desde que te levantabas hasta que te levantabas la próxima vez, que podía ser una tarde o tres días. Y un cansancio era desde que empezabas a caminar hasta que te cansabas. De esa forma rompíamos las medidas del tiempo y funcionábamos de otra manera. Queríamos pasar a otra cosa. Y estaba el naufragio, horas y horas sin dormir. Todo eso está súper documentado en los temas de Manal”.

Avellaneda blues, antiguamente la apertura del lado B, merece párrafo aparte. Es la descripción más acabada que se haya hecho en el rock argentino sobre los márgenes de la ciudad, con esa cosa orillera tan propia... del tango. “En cuanto a las acuarelas porteñas, me gustaba Homero Manzi, y en cuanto a la canción de protesta, Discépolo”, dijo Martínez al respecto, demostrando que la comparación no era casual: en Manal hay blues y tango, de letra y música. La composición musical corre a cargo de Claudio Gabis, que además hizo un boceto de la letra luego de una caminata nocturna por el partido del sur bonaerense. Al día siguiente, en una fiesta, Gabis le mostró a Martínez lo que tenía, y ambos terminaron el tango letrístico con jazz de fondo. Si la letra resume dos folklores de la música argentina, el vuelo que logra el grupo en Avellaneda blues es hasta hoy una delicia para los oídos, la coronación de lo que se dice "buen gusto" en el blues local: ejecución sutil, ensamble total. Javier cuenta que aún hoy mucha gente cree que es de Avellaneda: “nunca fui mucho, pero surgió porque yo siempre sentí ese lugar, ambas márgenes del Riachuelo. Siempre me atrajo porque creo que en ese paisaje está un poco el alma de la ciudad, que de repente en la Recoleta, en el centro, en el Barrio Norte o en Belgrano no podés encontrar. Ahí está la vida industrial, el rostro duro de la realidad. Es un lugar que tiene una belleza dura, agresiva. Yo sé que muestra algo que no es lindo, lindo entre comillas, pero yo le encuentro una gran belleza”.

Y si uno creía que ahí estaba todo... se equivocaba. Una casa con diez pinos es la canción emblemática del escape de las ciudades que pregonaba el rock de fines de los 60 en su búsqueda de naturaleza. Por lo general, ese intercambio tenía tintes más bien hippies -Almendra se lamentaba por campos verdes que se fueron y no volverán, Arco Iris le cantaba a las mañanas campestres, y así hay más...- pero en Manal parecía ser exclusivamente la necesidad de una vacación de Buenos Aires. La casa con diez pinos existía: quedaba en Monte Grande y pertenecía a un amigo de los cueveros, un tal Roy MacIntosh. Javier Martínez estuvo viviendo en ella durante unos 4 meses, hastiado del bardo citadino, y compuso esa bella melodía en alguno de los tantos días de dispersión que pasó allí.

La última pieza es la más larga del disco, Informe de un día. El cantante la escribió después de dos días sin dormir, en la casa de su amigo Lernoud, y sirve como otro testimonio de esa primera época de naufragio. Es un blues ácido, en el que la letra cuenta, precisamente, cómo vivían ellos y los demás: “Algo comienza hoy para mí/ no tengo prisa por ver lo que es/ No es historia, ni mirar hacia atrás/ no, es ginebra, amigos, nada más”. Sobre el us and them, decía: “No miro el techo para ver más que yeso/ y la ventana me sirve para mirar/ un edificio con gente que desayuna, se peina y fuma/ en la rutina de continuar/ Yo estoy aquí tan tranquilo/ revuelvo mi pelo, me miro los pies/ Ellos están ahí/ no sé cómo, los puedo ver aún sin mirar”.

El disco es un momento clave del rock argentino, pero la carrera de Manal se derrumbó después de su edición. Luego de editado su segundo álbum, El león, -poco tiempo después del debut y cambio de compañia mediante-, Manal se separaría. Luego vendrían reuniones, encuentros y desencuentros, declaraciones polémicas en entrevistas, respuestas cruzadas... Pero esas 7 piezas conforman un todo que aún hoy conmueve por su pureza, su densidad, su sucia belleza poética y su actualidad. “Amo haber dirigido la banda más importante de comienzos del rock argentino. Nuestra consigna era romper el Club del Clan y que los chicos del futuro tengan música propia, y lo logramos, abrimos la puerta grande. Amo infinitamente eso, me hago cargo y no me jacto de andar diciéndolo, yo sigo tocando”, dice Alejandro Medina. Claudio Gabis también recuerda aquel momento con cariño: “el primero es el de tapa amarilla con la bomba en el medio, con otras tres caras. Yo lo encuentro un disco porteño, lleno de un clima de intimidad y transparencia sonora que produce una imagen musical muy bella, con una poesía muy nuestra”. Pero Javier Martínez, grandilocuente como suele ser, es quien da la estocada final, trazando un paralelo megalómano que merece ser el cierre de este texto: “yo todavía lo pongo hoy, y me sigue gustando. Fue una gran emoción haberlo escuchado terminado, sentimos algo así como debe haber sentido Armstrong cuando llegó a la Luna, o Colón cuando descubrió América. Sentimos que estábamos ante algo novedoso, ante el nacimiento de una época nueva”.

martes, 13 de enero de 2009

Adiós, Bocha

Otro más, qué mierda.

A mí también me mató un poco que se nos vaya Sokol, como admirador de Sumo y Las Pelotas. Perdimos a un frontman simpático, a una voz rara y con sentimiento, a un músico rústico pero honesto, un rockero que se fue en su ley. Siempre se lo notó honesto, y tan así fue que todos los que seguimos a Las Pelotas durante su estadía veíamos que en las últimas épocas no andaba bien.
Ahora se explica mejor su salida de la banda: al menos a mí me hace pensar que (como creía) lo bancaron hasta que vieron que no cambiaba nada; y no querían que les pase lo mismo que con Luca... Todo esto, supuesto por mí, aunque no importa en el fondo el por qué. A esta altura no importa nada.
Más tristeza me dio enterarme al rato que murió solo. Automáticamente me acordé de esa canción, Solo, del primer disco de Las Pelotas que me compré -Máscaras de sal- hace casi diez años ya. Probablemente sea una de las canciones más tristes de todo el repertorio de la banda (lo cual es mucho). Me dio cosa también verlo en todos los medios y escuchar hablar a cualquier gil enalteciéndolo, cuando minutos antes ni sabía quién era. El colmo fue escuchar -en una radio, al pasar- un homenaje hacia él: pusieron Siento, luego existo...
Igual, prefiero recordar lo bien que la pasé cada vez que lo vi arriba del escenario en los excelentes y divertidos shows de Las Pelotas que vi (muchos, no sé cuántos), y recordar esas otras canciones, que, contrariamente a Solo, nos hacían felices en un recital o tocadas en la guitarra con amigos: La mirada del amo, Pasillos, Bombachitas rosas, Día feliz, Sin hilo, Mareada, Muchos mitos, Para qué y tantas más.

Ya lo cantaste vos, Alejandro: si supiera adónde ir, intentaría fugarme solo... ¡Shine, Bocha!
Hasta siempre.

lunes, 12 de enero de 2009

Mis elegidos (de por aquí)

Primer escrito (escritito) del año 2009, bienvenido él. Descartado el (excelente) disco del señor Luis Alberto Spinetta por razones obvias -todos ya lo escucharon- aquí dispongo mis tres elecciones nacionales en lo que respecta a obras editadas en 2008.



Liliana Herrero – Igual a mi corazón: qué decir de semejante intérprete, una voz única en la música argentina. Acompañada por varios invitados (desde Mercedes Sosa hasta Lisandro Aristimuño) da nueva vida a páginas ajenas que, como siempre, tienen su vuelta de tuerca, su estilo único y su riesgo de siempre (en la búsqueda de las piezas, en especial). Salvo algún tropiezo (el innecesario final con Ponte enferrujada), estamos ante otro disco impecable de la mejor voz de nuestras pampas.



Flopa – Emoción homicida: más potente que en su debut (Dulce fuerte grave), Flopa toma una postura irónica, dejada pero certera, respecto al tiempo y su condición de efímero. Un beso (La rabia), un momento (Total), un amor que te abandona (Sangre fría, canción que hiela la sangre de veras) y un libro que pensó escribir pero “no tiene sentido perder tiempo en escribirlo, si son días que se van...” (El entero) dan el ejemplo. Filosas letras y melodías, y 13 canciones redonditas (y muuuy arregladas) por donde se las mire.


Gran Martell – 2 huecos: otro segundo disco que me gustó mucho. 2 huecos muestra a un trío poderoso y original en la ejecución: el bajo más gordo del rock argentino; el mejor baterista (o uno de los tres mejores) que hay; y las reveladoras guitarras de Tito Fargo, en clave riffera y cuasi noise. Letras raras como en el debut, voces alternadas entre Araujo y Jamardo, y dos de los mejores momentos de rock del año: Tango griego y la soberbia -entre ambient e industrial- A ver… ¡Vean!