jueves, 31 de diciembre de 2015

Ellos dos, ¿le ganaron al mundo?


El final de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota como grupo tuvo su correlato, otra vez, con la revista La García. La historia -contada por ellos mismos en sus inesperados cruces mediáticos de estos años, mediante declaraciones en notas y contragolpes epistolares en blogs y ¿canciones?- dice que luego de una charla con Humphrey Inzillo, Pablo Marchetti y Martín Correa, en la que sería la última entrevista como Los Redondos -publicada en los números 45 y 46 de la revista, nada menos que los de noviembre y diciembre de 2001-, Skay Beilinson, Poli Castro y Carlos Solari tuvieron su encuentro final y tras una discusión en el hogar de la pareja, todo acabó. Esos también fueron los últimos números de La García: 2001 arrasó todo.

Aquella tapa, sin embargo, destacaba otra cosa que poco tenía que ver con lo que sucedió puertas adentro. El Indio declaraba que suspendían su show programado para el 8 de diciembre de aquel año en el Estadio 15 de Abril -el de Unión de Santa Fe- porque “no estaban de ánimo por la situación del país”. Sergio Dawi, que en los últimos años había perdido su rol de saxofonista estrella para quedar relegado a las esporádicas presentaciones en vivo, declaró luego que “en los Redondos siempre hubo una consigna, que fue tomar cada show como si fuera el último, aunque llamativamente el último, en Santa Fe, nunca se llegó a hacer”. Sus dichos dan lugar a pensar que ni siquiera los propios integrantes del grupo -hacia el final, apenas sesionistas- sabían bien lo que pasaba. Walter Sidotti, el baterista, lo confirma: “Hubo un problema entre los dueños, la cúpula. Nosotros no teníamos decisión en la parte organizativa, así que quedamos en banda y sin trabajo”.


PUNTAPIÉ INICIAL

El que confirmó los rumores de separación fue Skay Beilinson. Lo hizo a su manera, silente y preciso: no dijo nada; produjo música, la envasó y la distribuyó. A través del Mar de los Sargazos, publicado en el subacuático 2002, se encargó de hablarlo todo: si uno de los dos hace la suya es porque no hay más nuestra, pensamos. El Indio tardó bastante más y asomó su calva recién en el ocaso de 2004 con El tesoro de los inocentes (bingo fuel). Todos sus álbumes solistas saldrían bordeando fin de año, una estrategia navideña tan infalible como su pluma.

Desde la confirmación del final, sobrevuelan sentencias del tipo uno se llevó la música y el otro la mística. Es decir, que Skay carga con el gen de los Redondos pero a la gente la mueve el Indio. Y aunque esto podría ser cierto, es por lo pronto incompleto. Por lógica, la producción de Solari está más cerca de los últimos discos redondos -El tesoro... podría ser una continuación de Momo sampler- que del sonido clásico de la banda, para el que la guitarra de Beilinson es irreemplazable; lo mismo sucede con la lírica del Indio -sólo comparable a nivel local con la de Luis Alberto Spinetta y Charly García- en los discos de Skay. El karma de la media naranja.

¿La gente? Cada uno convoca lo que quiere y puede: ambos músicos repetían cuando compañeros que deseaban retornar a escenarios de mediana escala, con la gente cerca. Para Solari la idea resultó imposible, pero también partió de su decisión: incluir una cantidad importante de temas de los Redondos en sus shows. Skay, en cambio, privilegió el material propio por sobre el pasado desde el comienzo, quizá sabiendo que así tendría el público que quería: avezado sobre lo que fue, interesado por el futuro. Así sigue trece años después, tocando bajo techo y nunca más allá de un microestadio. Ya ni siquiera le resulta una obligación cerrar sus shows con “Jijiji”.

***

Algunos datos duros: se acabó, por obvias razones, Patricio Rey Discos. Uno empezó por Del Cielito Records, viejo abrigo; el otro por DBN. El comandante estético del grupo, Rocambole, pinta el fresco en los discos de Skay; en tanto El Indio se revela como un dibujante fantástico que colorea y conceptualiza con (mucho) lujo y detalle cada una de sus producciones gráficas.

Entonces, podría arriesgarse -innecesariamente, en verdad no vale más que para desinflar ciertos globos- que el tema de “la mística” hace equilibrio entre una y otra figura. Más: fue Solari quien grabó en los embriagadores álbumes de Sergio Dawi y sus Estrellados, también él quien reunió al resto del grupo para completar la única pieza redonda que lleva cuatro firmas: “La pajarita pechiblanca” se estampa a ocho manos, Bucciarelli-Dawi-Sidotti en música, Solari en letra.

Estas ridiculeces siempre terminan en empate, probablemente porque no tienen sentido: nadie puede apropiarse del todo.


EN EL CAMINO

Pues bien, profundicemos en el temita de la música, lo que nos convoca. A la fecha, las casualidades indican que tanto Skay como el Indio han publicado cinco discos (aunque el último disco + DVD de Solari no contenga más novedad que ser un álbum en vivo hecho con cierta preocupación técnica, en especial si revisamos el insólito En directo de los Redondos, casi una mancha en la discografía del grupo). 

El trayecto de Skay va de lo evidente a la sorpresa. A través del Mar de los Sargazos, la prueba de fuego, contiene el hit por excelencia de Beilinson por las suyas: “Oda a la Sin Nombre”, que nos retrotrae a cualquier riff memorable del período ’85-’91 de Patricio Rey. Algunos coqueteos electrónicos -el comienzo mismo del álbum con “Gengis Khan”- da a entender que la fascinación por los botones no era propiedad exclusiva del Indio. “Alcolito” y “Con los ojos cerrados” parecen recuperar cierto clima festivo de antaño y “Lágrimas y cenizas” revela a Skay como un constructor de épica en su primera canción de amor.
La luna hueca, en cambio, deja huellas sobre el mar. Sus coqueteos con la música hindú y africana ya son más concretos y auspiciosos, y terminan por confirmar algo que se insinúa desde el comienzo de estos dos caminos solistas: aunque ambos sean criaturas de la cultura rock, es el guitarrista quien lleva a la práctica el crossover con las músicas del mundo, el que entiende al rock como esponja de otras experiencias y lleva esa causa al terreno de lo sonoro. 

El Indio, en cambio, se declaró como un ferviente admirador de Arcade Fire, por su carácter de orquesta multicolor que rompe con la formación clásica de rock. Es decir, bajo, batería, dos guitarras y ocasionalmente un teclado. Del dicho al hecho... ¡esa formación es la que acompaña a Solari -se suman los vientos de ocasión- en sus álbumes y en las presentaciones en vivo! En consecuencia, su sonido es mucho menos mestizo que el de Skay: en el Indio, más que un trayecto parece haber una continuidad y se hace difícil establecer diferencias sustanciales entre El tesoro de los inocentes y cualquiera de sus sucesores. La música de Solari es tan o más estridente que su propia voz; recargada, oscura. Todos los sinónimos parecen aplicables a la experiencia previa de los Redondos, pero de 2004 a hoy se acotó el rigor melódico que el grupo sí contaba: en eso mucho tienen que ver las guitarras, que ahora son dos y en ocasiones parecen un par de Harley-Davidson corriendo a toda velocidad. Entre ese carácter tan atacante del instrumento estrella y cierto pulso de rock maravilla ultra aprendido, las canciones que no son un conglomerado de música industrial se oyen como un susurro necesario. “Había una vez” o “Bebamos de las copas lindas”, por caso, cuentan con algo que no abunda: aire. (Qué bien te queda el aire acústico de “To beef or not to beef”, Indio, si lo probarás más seguido...).


SOMOS PARECIDOS EN QUE SOMOS DIFERENTES

La voz nunca es un detalle en el mundo de la canción. Como en los casos Marr-Morrissey y Del Guercio-Spinetta -debe haber un largo etcétera-, es notorio el color similar y ciertas inflexiones entre el canto de Skay y el de Solari: sabemos que entre amigos se habla (y se bebe) parecido. Aunque el rango del guitarrista es bastante más acotado que el de su excompañero, un animal de estudio cada vez más afilado, a contrapelo de sus famosos nervios cerradores de garganta cuando le toca enfrentarse a las fieras. Entre El tesoro... y Pajaritos, bravos muchachitos, Solari entrega algunas interpretaciones notables e innovadoras dentro de su repertorio: cool como nunca en “La piba del Blockbuster” y “El charro chino”; desaforado y ajeno en “A los pájaros que cantan sobre las Selvas de Internet”; apesadumbrado en “Y mientras tanto el sol se muere”. Cuando encuentra esas formas novedosas de decir, su música suena menos atada a la maquinalidad que la envuelve: no es casual que esos sean los momentos “arriesgados” o que más difieren del resto, cerca del trip-hop, el pop más bailable o el rap (también pela en canciones de fábrica, hermanas y más reconocibles dentro de su estilo, como “Flight 956” o “Black Russian”).

Y si la escasa negritud de la música del Indio viene por el lado de géneros relativamente nuevos, eso la contrasta aún más respecto del camino tomado por Skay, que se mete con instrumentos autóctonos -chequear “La fiesta del karma” o “La luna en Fez”- y empuña con regularidad la guitarra acústica para pelar canciones despojadas o bluses a la vieja usanza. El guitarrista también se invita a climas dignos de la psicodelia, como en “El fantasma del 5º piso”, una canción hija de los sesenta, y “La nube, el globo y el río”.

Ese anclaje de Skay con su época lo diferencia de Solari, quien parece obsesionado con el sonido de estos años tecnos. Quizá haya pasado de largo, pero no es sopa -je- que el Indio cante en “Tomasito podés oírme? Tomasito podés verme?” un verso lacónico y terminante: “los sesenta fueron tres putos años, nomás”. En la palabra también se jugaron sus suertes. Beilinson dice:

Libertad! Libertad!
fue nuestro grito de guerra.
Un rock and roll, 
una ilusión, 
una nación sin fronteras.
Fuimos el sueño que despertó.
Fuimos la lluvia que no paró.
Éramos tres,
éramos cien,
éramos el mundo entero.
Éramos luz,
éramos fe, 
éramos fuego en el fuego.
Talismán, talismán, 
ese amuleto de mago.
Talismán, un nuevo ritual, 
un dibujo en el cielo.
Hoy somos sueños sin despertar,
somos la lluvia que va a caer.


Hablando de mi generación, diría Pete Townshend. Skay lo hace desde “Abalorios” (Talismán, 2004) en simultáneo a los tres putos años de Solari. Si se leen las letras de ambos, es lógico: el Indio sigue siendo un observador de fenómenos que de vez en cuando dispara directo al corazón -“El tesoro de los inocentes”, la canción-, pero más que nunca se sumerge en su experiencia de estos años. Ya es un tipo grande y hace de la autorreferencia una constante, a partir de su gran tema-composición: la muerte. Beilinson, en cambio, habla del despertar de aquellos días de juventud como un suceso que aún lo atraviesa y rige sus pasos. En medio del viaje, nos cuenta su parecer: para él, “el misterio es existir”, por lo cual la muerte viene a ser lo de menos (el misterio ya nos marca desde ahora). 

O, para decirlo en palabras de su compañero de años: este asunto está ahora y para siempre en tus manos, nene.

EPÍLOGO: ¿Y EL ASUNTO REDONDOS, QUÉ?

El fuego cruzado entre ambos líderes parece desactivar cualquier posibilidad de retorno. El último episodio de esa insólita batalla mediática lo tuvo a Skay desestimando aquello que el Indio llamó “una enfermedad malvada” que lo retiraría de escena. Hoy, uno graba su sexto álbum de estudio mientras el otro escribe sus memorias y se saca una espina: editar un material audiovisual de calidad. Lo insólito fueron las formas: Indio: la película fue una misa proyectada con funciones sold-out en el rico Luna Park. El público asistió como si fuera un recital del cantante, pogueó con los clásicos de los Redondos y filmó con sus celulares las pantallas (ah, ¿no lo creen? Miren esto). Recién después de este insólito evento, llegó a los cines. El propio Indio fue a verse a New York... y hasta allá encontró ricoteros que le pidieron fotos y autógrafos.


Dos declaraciones de exmiembros de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota dicen más de lo que podría decir este texto. Una es antológica y la pronunció Semilla Bucciarelli, abocado a las artes plásticas desde la separación de la banda: “A mí no me cabe esconder las cosas. ¿Voy a decir que está todo bien? Sería un verso, si terminó todo para el orto. Me da vergüenza leer las notas, porque se quieren adueñar de algo que en realidad le corresponde al público. Si Patricio Rey tuviera piernas, los cagaría a patadas en el culo”.

Sergio Dawi, otro que en estos años hizo de las suyas en diversos proyectos -uno de ellos junto al mismísimo Semilla, SemiDawi-, dio su parecer sobre un posible regreso: “Tendría que haber una necesidad de todos de estar juntos. Lo humano y el espíritu son lo primordial. Tiene que suceder ese encantamiento nuevamente”.

Ambas declaraciones coinciden en algo: resaltan el costado espiritual del asunto. El público que sigue con fervor a los exmiembros del grupo, al que Bucciarelli le atribuye el patrimonio del inasible Patricio Rey, entona en todas las presentaciones del Indio y Skay un cantito que a ambos les debe retumbar en algún lugar de la memoria: “sólo les pido que se vuelvan a juntar”. Para ellos, aunque Solari y Beilinson hayan demostrado que pueden rugir por las suyas, hay un grito sagrado y colectivo que es insuperable.

[Notas anteriores del especial De regreso a Momo:
Vale la pena la leyenda del futuro, por Federico Anzardi

jueves, 24 de diciembre de 2015

Historia de una confusión: el carnaval que ha regresado

¿Qué pensaría el Indio Solari si pusiera un disco de su propia obra en su computadora hogareña y en la categoría género el Reproductor de Windows Media le espetara un tremebundo e inexacto latin? Podemos sospechar que no le caería muy en gracia, en especial si el disco es nada menos que Momo sampler, que tiene tanto de latin como Pink Floyd. Pero esto es lo que pasa, en efecto, cuando ponés el CD en la PC. Todo el esfuerzo en pos de reforzar un modelo de canción distintivo, una reorganización moderna de tu sonido, destruido en cuestión de segundos: los que toma introducir un disco en el ordenador y que salte la cubierta negra con la máscara-escapulario. El reduccionismo tal vez se ocupe sólo de la parte momo del título, aunque suponemos que obedece a cuestiones técnicas de los compiladores virtuales (que también pifian el año y traen a Momo hasta 2006).

Algo queda en evidencia en esta pavada técnica: ni el presente ayuda a esclarecer las bondades de Momo sampler, como si su historia sólo pudiera tratarse de confusión. Quizá las cosas estaban tan al alcance de la mano que decidimos hacerles “oso” y preferimos dejarlas pasar.

Primero lo primero: que éste es un disco de quiebre nadie lo duda. Pero ello no obedece en exclusiva al fin de los Redondos como grupo, sino también al desvanecimiento de una etapa social y política que implosionaría como las Torres Gemelas en 2001. Eso está en el álbum, casi a primera vista, un año antes de nuestro derrumbe: los últimos gemidos de la fiesta vistos desde los dos lados de la torta, el de los que se creían winners pero iban a desbarrancar dentro de nada, y el de los renegados que hacía rato no asomaban la cabeza (con Marita, la prostituta-virgen, como figura estelar). La coyuntura asoma la cabeza canción tras canción: el rubio que se tragaba cien lucas y ahora hace lo que puede para vivir; el Morta que quiere que le chupen la pija hasta desaparecérsela; el retorno del Zumba y su platino de American Express, trucho; el alcohólico decadente de “Murga purga” (uno tiende a creer que todos los disparos de este estilo por parte de Solari son para Enrique Symns; vaya a saber para quién va esta vez); el flaco rescatado pero al fin descerebrado de “Pensando como una acelga”; la frágil piba con la remera de Greenpeace, pendeja pero madura; el tumbero rociado de perfumes imposibles. Gente más bien deprimente, un corso por el que desfilan a) los patéticos que se las sabían todas y luego mordieron el polvo y b) los patetizados de siempre, eternas sobras del descarte político.



Por eso la palabra murga no es la major key para introducirnos a un mundo de tambores, negros y danza comunal; todo lo contrario: es el password para encauzar a esa banda de dolorosos por inconscientes, indolentes o desclasados (va esa murga desencantada). Como esos equipos de fútbol que no dan tres pases seguidos, desatienden los espacios a la hora de defenderse, sus delanteros pifian a la pelota cuando se les entrega en los pies y el arquero descuelga los centros dentro de su propio arco: así es la murga de este Momo artificial. De esas murgas. Si el presagio estaba frente a nuestros ojos, se prefirió creer que los personajes de esta historieta eran “los de siempre” en las letras del Indio. Y puede que lo fueran, pero así como eran los de siempre, eran, como nunca, los de entonces. En esa omisión está una de las derrotas de Momo sampler: estábamos demasiado adentro para verlo. (Ungido Mauricio Macri como presidente, no queda otra que suponer que hay cosas que no se pueden arrancar de cuajo. También es probable que haya unos cuantos que... quieren más japinés).

***

Los Redondos no fueron los únicos en tirar el anzuelo aquel año 2000. Los tres grupos que heredaron sus columnas de fanáticos (Los Piojos, La Renga y Bersuit) también publicaron discos. Curiosamente, La Renga apostó a profundizar su mística barrial en La esquina del infinito, sin dar claras referencias de la actualidad (aunque la de la esquina era una, y elocuente). En los discos de Los Piojos y Bersuit sí había una bajada de línea algo más clara. Verde paisaje del infierno -vaya título- cerraba nada menos que con una plegaria para Arturo Jauretche, elevado al nivel de santo; el álbum de Bersuit directamente se llamó Hijos del culo: “el hijo del culo es ese tipo nacido por atrás, que vive en el culo del mundo, que fue cagado durante muchos años y que está hecho mierda”, explicaba Gustavo Cordera, que cofirmó “Veneno de humanidad”, con estas líneas:

Bronca derramada 
Escondida bajo el mantel
No se dice nada 
Y se miente tanto después
Esa copa volcada 
Una mancha puede traer
Que se fundan las ganas
Y que el mundo gire al revés



También Divididos hizo un repaso de lo sucedido. Narigón del siglo... marcó su cumbre, así de rápido, de la era 2000, entre el renacer de Ricardo Mollo (productor de los discos de Los Piojos y La Renga) y el final del menemismo (chequear “La gente se divierte”, “La firma del opa”). Andrés Calamaro se ganaría el pulgar arriba del indie y las loas del mismísimo Indio Solari gracias al desbocado, desaforado y demencial El salmón, un disco quíntuple en días de recesión, todo un gesto: “Vigilante medio argentino” sigue siendo una foto exacta del medio pelo hipócrita. Pero lo que en estos discos era una polaroid o el simple equilibrio de tensiones, en Momo sampler era... el disco entero. Al menos en el plano más ridículamente analizado de su música: las letras.

***

El conglomerado sonoro era mucho más que las letras: el disco completaba, por lo pronto, la trilogía de álbumes redondos con sonido internacional. Pepeto de la Rúa había sostenido el 1 a 1 y el grupo hacía el resto en Nueva York. Pero... ¿el grupo? En realidad, todo quedaba reducido casi por completo a las obsesiones de Solari, Beilinson y la designada como ingeniera psíquica, Poli. En una entrevista con Clarín antes de los shows en River (o sea, antes de Momo sampler), lo primero que se leía era que los Redondos eran ellos tres, dicho por el propio Indio, que también daba pistas sobre lo que vendría: “Yo creo que el rock de escenarios es más parecido al teatro y la música que estamos haciendo ahora es más parecida al cine. Tenemos un horizonte de guitarras y bajos sobre el que me interesa poner algunos obstáculos de sonido”. A la vez, diferenciaba su producción de lo puramente tecno: “La gente confunde mucho el género tecno con la aventura tecno. La aventura tecno no tiene nada que ver con el género que reclama para sí una serie de standars como el jungle que son cosas que tratamos de no usar porque son efímeras. Lo que aprovechamos nosotros es la emulación de sonidos. En realidad, son como tropiezos tecno”.

Así, el Indio se anticipa al cartel que tantos años después cuelga sobre Momo sampler: en el imaginario, sigue siendo el álbum tecno de los Redondos, aún más que Último bondi a Finisterre. Y en verdad, lo de “tropiezos tecno” funciona a la perfección para describir la función maquinal de la tecnología en el disco, que nunca termina de pasar al frente y es un color más para la paleta (un color intenso, sí). La pulida producción y la ausencia de hits -en verdad, en los Redondos nunca hubo hits salvo casos excepcionales como “Mi perro dinamita”- hicieron el resto para que el recuerdo engañe, pero el corazón, sobre todo, es el mismo: la soberbia guitarra de Skay Beilinson, quizá dando su mejor show. Tal vez, y como repite el calvo cantante en las notas de la época (y en el Test para el colono virtual), la cita a Rose Bertin sea menester a la hora de volver al disco y repensar los sucesos políticos de estas horas: “Sólo es nuevo lo que hemos olvidado”. Al parecer, nuestra memoria musical se parece más de lo que creíamos a nuestra consciencia política. Y hay cosas que no cambian: el carnaval ha vuelto.

[En la próxima nota de este especial, Beilinson/Solari, solistas.
Lo que ya pasó pueden leerlo acá:
De regreso a Momo, la introducción
Momo (y todo lo demás) por ellos
Vale la pena la leyenda del futuro, por Federico Anzardi
Notas sobre el rock argentino en democracia: “Momo sampler”, por José Miccio]

jueves, 10 de diciembre de 2015

Notas sobre el rock argentino en democracia: "Momo sampler"


Por José Miccio
Crítico de cine y música, docente

El último disco de los Redondos -la banda de la farra y el pogo eterno- es un carnaval triste. Todo gira en torno de la fiesta por antonomasia pero por su tono siempre grave parece concebido con espíritu de cuaresma. Las estampas, las letras, esos riffs como calvarios: quien se cuelga la medalla que viene en la tapa para escuchar unas canciones de celebración termina con una cruz en el cuello. El tema fundamental es “La murga de los renegados”, que bien podría llamarse “Procesión de flagelantes”. O sino “El templo de Momo”, que ofrece a la vez ponzoña y licor. En los dibujos que corresponden a cada uno, nuestro Rey gobierna unas máscaras mortuorias o decadentes, salidas de alguna película de terror o del Casanova de Fellini. El interés que tiene Momo sampler -y que el tiempo acrecienta- deriva de esta extraña situación: no es posible escuchar el disco sin sentir esa incomodidad propia de las circunstancias confusas, de eso que es pero no es. Como llegar a un cumpleaños disfrazado de tortuga y descubrir que todos tienen humildes antifaces. O como encontrarse yendo al diccionario para ver qué significa la palabra silla. Momo sampler es matraca, espuma y danza macabra. Te deseo muerte, ay perdón, suerte. Qué buena purga, quiero decir, murga. Tarjeta (obvia) para la última joda redonda: Lubolo y Se-Si-Bon tienen el agrado de invitarte a su fiestita. Jijijí.

En su momento, el Indio se encargó de darle a este carnaval algunas claves. La idea de impostura, por ejemplo, que aparece en uno de los dos subtítulos de Momo sampler, aludiría al mundo del espectáculo y de la política, indiscernibles ya, después del menemismo, e incluso a la vida cotidiana, convertida también en mera apariencia. Al tumberito de “Rato molhado” le gusta la joda, la merca y desayunar en la cama como un señor. El Morta de “Morta punto com” vive una felicidad de porno y de putas, efímera y falsa, a velocidad consumo enfermo, meta plástico e internet. El Zumba de “Pool, averna y papusa” lleva encima una American Express trucha. Y así todos o casi todos los personajes que pueblan el disco como emanaciones de un mundo pobre, reducido a superficie y ademán. El lugar común (inaugurado por el propio Indio) dice que todo esto es una sátira de la Argentina de los años 90 elaborada cuando los años 90 se van del calendario pero no de la política. Una obra conceptual en la que un tema funciona como marco y el resto como ramificaciones de un mismo tumor.

Si uno quiere recorrer el disco con esta luz sencilla encuentra con facilidad lo que busca, también en los personajes dignos de piedad. El problema es que pierde las canciones para siempre. Momo sampler es algo mucho más atractivo que una mirada deformante de la coyuntura que a través de ciertas claves puede devolvernos a ella con un par de opiniones correctas, para las cuales la música es innecesaria. Sucede siempre así: si un disco es bueno, entre sus canciones y las palabras que lo promocionan y explican hay obligatoriamente una distancia, y si es brillante, un abismo. En Oktubre, los Redondos mapearon el estado del rock en la Argentina de la posdictadura con un talento extraordinario para dar al mismo tiempo una referencia y una descarga capaz de borronearla, incluso hasta el olvido. Momo sampler funciona igual cuando funciona bien, aunque nunca alcanza alturas semejantes. El mejor ejemplo es “La murga de la virgencita”, cuya puta es mucho más que un personaje de alguna fiesta tétrica. Insumisa por intensidad y brillo, reacia al marco que pretende contenerla, Marita tiene el espíritu -herido, épico, impuro, dulce- de los perdedores hermosos, un vuelo romántico que la vuelve absolutamente ajena a un elenco que incluye de un lado a corazones afines pero sin aura (el tumberito, la chica con la remera de Greenpeace) y del otro a criaturas horribles como el matapibes de “Sheriff” y la voz anónima que le pide bala y redención.



El disco entero resplandece y trastabilla en el track número cinco. Lo que pasa con “La murga de la virgencita” pasa también, aunque en menor medida, con “Rato molhado”, “El templo de Momo”, “La murga de los renegados” y “Pensando como una acelga”. Las mejores canciones se sobreponen a una función tan poco vigorosa como la de servir de ilustración y crítica de un mundo en ruinas. Con el paso del tiempo las sátiras -y Momo sampler lo es, qué duda cabe- requieren de unas cuantas notas a pie de página, porque la realidad a la que aluden se vuelve irremediablemente oscura. También cambian su manera de existir. No leemos a Juvenal y a Rabelais para saber de las miserias romanas o francesas sino para gozar de la literatura y reír de nosotros mismos. En el final del capítulo de Gargantúa dedicado a las mil y una formas de limpiarse el culo, Rabelais escribe que todo lo dicho se sostiene en el maestro Juan de Escocia, y se burla así del pensamiento basado en la autoridad propio de la Edad Media. Lo que hace que la lectura de esas mismas palabras sea tan maravillosa todavía hoy no es el objeto satirizado -que se puede ignorar- sino la extraordinaria enumeración, la imaginación desbocada, el absurdo de imaginar una oca entre las piernas de un niño monstruo (o entre las nuestras), agarrada del pico y de la cola y movida hacia atrás y hacia adelante como una toalla. Lo mismo sucede con las canciones de los Redondos. No importa si el as del club París de “Blues de la artillería” es o no es Enrique Symns. No importa quién está detrás del asqueroso personaje de “Murga purga” ni del rubio acabado de “El templo de Momo”. No importan ni siquiera Menem y Pepeto de la Ruta, como llamaba el Indio a un personaje de triste memoria, ganándose en la polis el respeto fácil del que odia a los monstruos que odian los buenos. Un día serán como Trajano y Francisco I. Lo que importa es que las canciones se sostengan en sí, que consigan un sonido propio, que podamos cantarlas con emoción y hacerlas parte de nuestras vidas, que para eso existen.

No pasa siempre en Momo sampler, hay que decir, que muchas veces ata sus máscaras a lo que ocultan, y les niega así la independencia necesaria como para que podamos usarlas todos. Hay canciones que gastaron en sí mismas la piel que nos ofrecen (Lupus el Lobo sabía hablar así). Con “Sheriff”, con “Murga purga”, con la sobrevaloradísima “Una piba con la remera de Greenpeace” no se pude hacer mucho más que autoafirmarse: dejar caer nuestro desprecio sobre la clase media filorrati, imaginarle jetas a un bola de mierda-malparido-arrogante-batidor, querer tranquilos a una puta no sublime, despojada del aura que la letra y la genial interpretación del Indio le regalan a Marita. En canciones como las de los Redondos el valor de una máscara (la metáfora, la fábula, el antifaz carnavalesco) no depende de la reposición de lo que queda bajo su dominio sino de la fuerza con la que se deshace de la interpretación, y de las asociaciones que promueve. Es costumbre del arte: si una metáfora persiste una vez descubierto el referente, el referente no persiste ya. De ahí que no afecte en lo más mínimo a “La murga de la virgencita” que el Indio declare que donde dice “arcadas gusto a menta” hay que entender que la piba masca chicle para borrar el efecto de un guascazo.

Otra cosa que Momo sampler permite observar es cuán suelto o cuán ceñido le queda el rock a los Redondos. En “Rato molhado” hay aires celtas. En “Morta punto com”, caños negros. En “Sheriff”, algo parecido al reggae. Se supone que esto es bueno, que habla bien de la banda, de su oído y su carácter inquieto. Cuando salió Último bondi a Finisterre Solari dijo que siempre había preferido a los Bowie de este mundo antes que a los Clapton. Está muy bien. Pero -además de que nunca hubo nada Low en todo esto- los años han dejado en pie las persistencias más que las transformaciones, y si los últimos dos discos de los Redondos gozan de buena salud es porque el sonido que los pega a su época no debilita el poder de sus canciones, bastante tradicionales (en el mejor sentido de esta palabra difícil). Pasa con las máquinas de Último bondi y Momo sampler lo mismo que con los sintetizadores de Películas y las baterías de Silencio: llega un momento en que descubrimos con resignación y no sin alegría que las novedades por las que juramos no eran tan radicales como creíamos, y que lo que nos emocionaba antes era lo mismo que nos emociona ahora: una o varias canciones que nos siguen para siempre porque al menos una vez nos hicieron sentir que éramos sus destinatarios secretos.



Si uno reniega de los cambios en el momento en que aparecen es un conservador. Si lo hace veinte años después es un clásico o un maldito. Como sea, un motivo de orgullo no debería avergonzar a nadie. Los Redondos brillaron siempre haciendo rock, y consiguieron lo más grande que una banda de estricto rock puede conseguir: una guitarra y una voz inconfundibles, unas canciones clásicas en su estructura pero nunca derivativas, por más que el riff de “Nadie es perfecto” se escuche ya en “Mama Kin” de Aerosmith o los acordes con los que empieza “Masacre en el puticlub” vengan de “Wild Honey Pie” de los Beatles. He aquí una gloria: la sensación maravillosa de estar escuchando al mismo tiempo una tradición y su origen. Tal vez por eso los intentos que los Redondos hicieron por abrir su sonido nunca resultaron del todo convincentes. “Caña seca y un membrillo” es una canción horrible, indigna de sus autores. Como esos artesanos que brillan haciendo lo que aprendieron de sus padres y un día, hartos de su excelencia y clasicismo, deciden sobrepasar sus límites para descubrir que en su universo la voluntad de cambio se traduce en bicicletas sin ruedas o veladores de espinas, los Redondos tropezaban fiero si se movían demasiado lejos del lugar que conocían y en el cual podían esconderse o disfrazarse como nadie más. Cuando levantaban casas con los materiales de su mundo eran insuperables; cuando daban varios pasos fronteras afuera parecían una banda de rock avergonzada de serlo o chicos perdidos en una ciudad extraña. Eran geniales haciendo ranchos, y a veces se olvidaban -¡ellos, justamente!- que en el rock los ranchos pueden ser infinitamente más valiosos que los hoteles de lujo o las cabañitas cool. Vistas desde hoy, las máquinas de Último bondi a Finisterre son la muestra más contundente de un viaje que se quiere aventurero y no pasa del turismo, pero que se sobrepone a sus propias impericias por el talento de sus dos cabezas principales (y a esa altura casi únicas). Otra vez: cuanto más pesan las valijas mejor andan los Redondos.

En Momo sampler las máquinas están más integradas, se ocultan mejor a sí mismas, incluso sonando en primer plano. Dicho mal y pronto: no hay nada como “Las increíbles aventuras del Capitán Buscapina” (a propósito: una canción buenísima). Todo el mundo lo sabe: el Indio hizo el disco como animal de estudio, cortando y pegando, casi sin músicos, y Skay se sumó tarde, como un invitado de su propia banda. El destino, sin embargo, juega sus cartas de manera curiosa. En silencio, humildemente, el flaco del sombrero la descosió. La guitarra de Momo sampler es tan extraordinaria como siempre, y puede que más, como si Skay se hubiera ido de paseo dejando una, diez, treinta figuritas más para el álbum de su gloria en el disco gobernado por su ya excompañero. En un punto es lógico (además de cruel): la existencia de los Redondos era pura mueca, como todo en Momo sampler. De ahí que suene tan sincera la inclusión de “Dr. Saturno”, en la que el Indio canta: “No marcho en mi vieja murga / en las calles no me muestro más”.



Una última cosa. Lo que Momo sampler dejó a la vista -la crisis de una pareja de compositores que parecía inmune a las historias del rock más reiteradas- venía ya de Último bondi, y según algunos se remontaba todavía más atrás. Es un hábito social bien arraigado: cuando un matrimonio dice basta todos empiezan a buscar el verdadero final de su historia antes de la separación concreta, cuyo teatro no sería más que el término de una demora. La gente sensata no se cansa de saber cosas que los demás no saben, y siempre hay un cínico que cierra la discusión diciendo que la crisis tiene la misma edad del matrimonio. Para los Redondos -una banda apasionante, irrepetible e independiente de sus propios líderes, tal como sus carreras solistas permiten observar- el final fue poco honroso: las declaraciones cruzadas de Skay y el Indio no los mostraron tan diferentes del circo nefasto de Momo sampler. Queda esta estampa. En los 80 las imágenes con las que el rock intentaba describir el fin de siglo que se aproximaba provenían de historietas, novelas y películas de ciencia ficción; de ahí salían las ciudades sintéticas, el totalitarismo, las naturalezas y las subjetividades arreciadas de tantos discos, tapas y canciones. Con el año 2000 clavado en el almanaque de la heladera el glamour negro de las distopías no corría más. Los Redondos lo vieron claro: el desastre era tan banal como una fiesta chota, y tan absoluto que todos -incluso sus censores- estábamos invitados.

 ***

Coda. Las cosas cambian, se retuercen y confunden. A comienzos de los 80 Charly cantaba que la alegría no era solo brasilera, y nos invitaba a mover los pies de una vez por todas, después de tanto ensimismamiento y tanta censura rocker. En 2000 el personaje de “Morta punto com” quiere más japinés, como quien quiere más minas, más dinero o más merca. Hay toda una historia del estado de ánimo para contar entre estos puntos: del vitalismo de García al comercio de la felicidad de Solari, del anuncio de los nuevos tiempos democráticos al cierre de un periodo negro, en el que la libertad terminó por tener como metáforas el control remoto y la góndola del súper. Solari y García no se quisieron nunca, pero en un tiempo fueron espíritus afines, inclinados los dos a la sátira, preocupados por la fortaleza anímica, estupendos letristas. Y también está Adrián Dárgelos. Un año después de Momo sampler los Babasonicos pedían que los invitaran a entrar en la misma fiesta de farsantes que los Redondos cuestionaban, y comenzaban a trazar su propio mapa: un Oktubre en episodios, repartido en tres discos, no tan agudo ni tan grave, pero con objetivos parecidos: testear el lugar del rock en un mundo que quería rock. Desde hoy, las imágenes de ese cambio de milenio se ven realmente raras. Solari mira el circo desde afuera y termina metido bien adentro. Dárgelos pide que lo dejen entrar y por eso aparece todavía con un pie o un dedo afuera. El carnaval mezcla todo y pone el mundo de cabeza. Momo sampler es el último disco de pop del siglo XX. Jessico el primer disco de rock del siglo XXI.


[El título alude a las mismísimas Notas sobre el rock argentino en democracia que el autor publicara en la Revista La Otra, las cuales recomendamos fervientemente]

viernes, 4 de diciembre de 2015

Vale la pena la leyenda del futuro


Por Federico Anzardi
Periodista

Quedó en el imaginario que Los Redondos no tenían nada que ver con su público. No fue tan así. Durante los 23 años que duró la banda, los músicos y “la gente” se encontraron y se alejaron, como esas relaciones enfermizas repletas de peleas y reconciliaciones constantes.

En los primeros años, a partir de 1978, mientras Patricio perdía la forma humana y Los Redondos buscaban su camino, el público estaba conformado por amigos de los músicos, amigos de amigos, periodistas avispados y quienes se sentían atraídos por una propuesta diferente para la época: teatro, monólogos y un rock distinto al que se podía encontrar en los circuitos más conocidos de la época. Como escribió Alfredo Rosso en una Rolling Stone de 1999, era “una amalgama ecléctica de la clase media porteña y bonaerense de los años 70” que en esos espectáculos encontraba “todo aquello que faltaba en la negra noche del proceso: sexo, humor, alegría, reflexión”. Además, el Indio, Skay, Poli y el resto de la banda eran lo suficientemente jóvenes como para tener la misma edad que sus seguidores. Todo eso los acercaba.

Cuando el tramo musical quedó afianzado y el costado teatral mantenía un protagonismo que completaba el espectáculo, se dio el segundo acercamiento profundo. Eran los años del fin de la dictadura, la Guerra de Malvinas y el inicio de un nuevo período democrático. El público de esa etapa era mayor en número pero de la misma generación, por lo que manejaba los códigos de los comienzos y también podía, como decía “Pura suerte”, emborrachar el ritmo del maldito rock que Patricio Rey realizaba cada vez con mayor precisión. De esos años son canciones emblemáticas como “Qué mal celo”, “Nene Nena”, “Un tal Brigitte Bardot”, “Mariposa Pontiac”, “Superlógico” y otras.

A mediados de los ochenta, Patricio Rey empezó a editar discos y decantó en un evento musical novedoso desde el contenido pero convencional en la propuesta. El aspecto teatral llegaba a su fin y todo quedaba reducido a la banda tocando. El romance músicos/público se mantuvo dentro de las paredes de los recintos que los albergaban, pero ya no era un tesoro exclusivo para entendidos. Fue el momento en que surgió la primera generación de la corriente exiliada autodenominada “Ricoteros de verdad”, que continúa hasta nuestros días y se caracteriza por asegurar que todo tiempo pasado fue mejor, lo que genera la particularidad de tener miembros que repudian a los que se incorporan a sus propias filas.

En una entrevista publicada en 1988 en la revista Humor, Gloria Guerrero le preguntó al Indio si era verdad que unos pibes habían viajado desde Buenos Aires hasta Córdoba para poder asistir a uno de sus conciertos. Solari dijo que sí y agregó que era mejor eso a que se chorearan una moto de puro aburridos. Se venía algo distinto.

Con un nuevo cambio de etapa y de público, Los Redondos se transformaron en la mejor banda de rock. Probablemente, el momento más alto haya sido el período 87-91, donde el clima de resistencia antidictadura le había dado lugar al sudoroso under. Las pruebas están en los audios piratas. El ejemplo perfecto puede ser el recital que dieron en Laskina, un diminuto pub uruguayo, en 1989. Esa noche, el grupo se agrandó en un escenario mínimo. Se adaptó al lugar y se volvió lo más grande que había, porque ocupaba todos los espacios. La lista de temas no deja dudas: “Unos pocos peligros sensatos”, “Vamos las bandas”, “Masacre en el puticlub”, “Divina TV Führer”, “La parabellum del buen psicópata”, “Héroe del whisky”, “Ella debe estar tan linda”, “Nadie es perfecto”, “Maldición va a ser un día hermoso”, “Blues del noticiero”, ”Rock para los dientes”, “Aquella solitaria vaca cubana”, “Jijiji”, “Ya nadie va a escuchar tu remera”, “Mariposa Pontiac”, “El gordo tramposo”, “Un tal Brigitte Bardot”, “Yo no me caí del cielo”, “Ñam fri frufi fali fru”. Palo y a la recontra bolsa. La banda sonaba ajustada y el público mantenía bien alto el termómetro.



La década del noventa encontró al grupo en dos realidades paralelas: la de los estadios y la de los escenarios parecidos a los de antaño. Patricio Rey llenaba las canchas de Huracán y Colón y también hacía shows en San Carlos Centro, un pueblo que doblaba su población con cada concierto; y en Concordia, en un viejo galpón portuario que había sido reciclado como discoteca. Los cultores del buen gusto que captaban las referencias a Perrault ya no eran los ejemplos del ricotero promedio. Se habían pasado a la clandestinidad. Lo importante era el sentimiento que no se podía parar ni explicar. Surgían los cantos de cancha, el escabio en la previa, el viaje, el asado y el aguante.

Mientras más popular se hacía Patricio Rey, mayor parecía la distancia con el público. Se trataba de un alejamiento generacional (los músicos ya tenían cincuenta), y también marcado por los medios, que empezaban a hacerse eco del fenómeno. A mediados de los noventa, la revista Viva, de Clarín, publicó una de las primeras notas que reflejaba la novedad: el artículo abría con una foto a doble página donde se veía a la banda en pleno show, cubierta por el humo de bengalas y una marea humana que estaba quieta en la imagen pero, se notaba, no paraba de moverse. De eso hablaba el artículo: mostraba el éxodo ricotero, la fidelidad que crecía sin parar.

El Indio, además, se revelaba como un sibarita que contrastaba notablemente con su público de esos años. En los noventa, los ricoteros eran estigmatizados por los medios y los sectores más conservadores. Se los señalaba como vagos, vándalos amigos de lo ajeno, satánicos (!), drogadependientes. El líder de misteriosa vida, en cambio, era otra cosa.

Pero antes de que esos roles se definieran del todo, Solari dio la cara, en lo que fue uno de los dos momentos de acercamiento que en esos años Los Redondos tuvieron con su público. En la conferencia de prensa que brindó el grupo en 1997, tras la suspensión de los shows en Olavarría, el Indio dijo que los corazones de esos chicos de doce años no tenían maldad. Lo cierto es que sus seguidores tenían más de doce y asustaban a una sociedad argentina que veía todo por Crónica TV. A pesar de que los que causaban disturbios eran siempre un porcentaje menor, el peso caía sobre todos.

El otro momento de comunión sucedió en 1996, cuando el grupo sacó Luzbelito. El tema “Juguetes perdidos” hablaba de la gente que copaba cada vez más los esporádicos recitales del grupo. Sin explicitarlo, el Indio hacía referencia a los trapos y a las bengalas, era la oda al rock chabón, explicaba el sentimiento.

Desde Olavarría, la distancia se agrandó. Los de abajo eran los desangelados y el de arriba el rockero fóbico superculto que vivía con una escopeta, rodeado de perros. Mientras todo el rock argentino de esos años apoyaba la línea de igualdad con sus seguidores, Los Redondos se mantenían alejados de eso, se mostraban diferentes y más que considerarse pares, aconsejaban. “Tengan cuidado”, decía el Indio antes de despedirse en cada recital, sabiendo que la Policía esperaba afuera.

“Juguetes perdidos” fue casi un tropiezo en una carrera en la que el motor nunca fue la demagogia. Los Redondos no hacían lo que la gente quería, eran los seguidores del grupo los que se acoplaban a la propuesta. Por eso, durante dos décadas, hubo quienes se subieron y se bajaron del viaje. En la etapa final, en cambio, surgieron fanáticos que idealizaron un momento (el período  94-99) y todavía intentan reproducirlo con los viajes, la comunión ricotera, lo que hoy Lollapalooza llama “la experiencia”.



En Último bondi a Finisterre y Momo sampler, el Indio y Skay proponían evolucionar, cambiar en el sentido antimacrista de la palabra. Se acercaban a Prodigy y a Massive Attack y reivindicaban al sampler como herramienta fundamental de la época para alimentar la creatividad desde un lugar ya transitado. La entrevista que la banda le dio a Rolling Stone en diciembre de 2000 terminaba con una frase del Indio que era ejemplo de lo que proponían y buscaban: “Ojalá llegue un cambio pronto que lo conmueva todo”.

En el libro que acompañaba a Último bondi... se incluía el Test para el colono virtual. Sus opciones eran las siguientes:
-No mutar
-Mutar cuando sólo es nuevo lo que hemos olvidado
-Mutar si Dios es digital
-Mutar si se piensa que el nuevo Dios nos va a salir mejor
-Mutar porque nos gusta el bondi a Finisterre y porque vale la pena la leyenda del futuro

Mientras tanto, el público ricotero mutaba en una ola masiva de conservadores que veían en ciertas modificaciones del sonido una traición a la causa. Muchos sentían eso que Pappo le dijo a DJ Deró. Coquetear con la electrónica estaba mal para el ricotero de esos años, que se pasaba por las pelotas el Test para el colono virtual, salvo la primera opción, y con sus dudas sobre los dos últimos discos creaba un murmullo generalizado que nunca se alzaba demasiado pero que se percibía claramente en charlas que no respondían a ninguna sapiencia, sólo era la opinión generalizada de la época. De hecho, la crítica, en general, se sorprendía y celebraba las innovaciones. Pero para la ortodoxia ricotera, la experiencia consistía en perseguir a una banda y ser guardianes de una idea que cuidaban con recelo. Sentían la necesidad de escuchar “La bestia pop” en el bar después de las cuatro y media de la mañana. Volver a las fuentes, siempre.

Es extraño el comportamiento conservador en el ambiente del rock. No porque no sobren ejemplos, sino porque se supone que el mensaje implícito de la cultura rock (ese término tan Solari) es el contrario: ahí están los Beatles cambiando, Spinetta diciendo mañana es mejor. Pero, quizás motivados por algo de la lírica a veces melancólica del Indio (“no tengo dónde ir”, “el futuro llegó”) y el aferrarse a algo que sentían como propio, los ricoteros más talibanes tenían un comportamiento cerrado, como si les diera miedo el cambio y la posibilidad de perderlo todo.

El ricotero promedio actual, el cliché, es el que va a ver al cantante. Los seguidores de Skay tienen un poco la actitud “Ricoteros de verdad”. Los que siguen a Solari son señalados como simples consumidores de la experiencia que remite a los noventa. Son como los protagonistas de la nueva Star Wars, que le preguntan a Han Solo sobre las leyendas de antaño y él les dice que sí, que todo fue verdad.

Luca Prodan, arriba del escenario de Cemento, una noche de mayo de 1987, dijo algo parecido cuando decidió subir a improvisar en “Criminal Mambo”. Pero en ese momento en el que todo estaba sucediendo, lo dijo en presente, y en inglés: “Everything is true”.

Hace dos años, sentado en su casa, tomando mates cebados desde una pava eléctrica y fumando un cigarrillo tras otro, Skay Beilinson dijo que si Patricio Rey fue algo, fue verdad. Que no fue una ficción, no fue un invento, fue verdad. Y que eso lo hizo grande.

Hoy, el Indio ya se anima a tocar canciones de Último bondi a Finisterre y de Momo sampler. El público ricotero conserva los ritos pero está más abierto que nunca. De a poco fue aceptando las otras opciones del Test. Y Patricio Rey continúa, desde algún lugar, marcando el camino a seguir.