Aclaración del autor: esto va sin intenciones literarias.
Sólo es un cúmulo de emociones apiladas el 15 de marzo de 2008.

La partida arrancó bastante bien.
El primer colectivo -de casa a San Miguel
centro- llegó bastante rápido y me dejó a una cuadra de la parada siguiente. Tenía que esperar el 182, y preguntar cuál de los dos colectivos de esa línea me dejaba en Vélez. No sabía con cuánta frecuencia pasaba este bondi y por eso salí temprano de mi hogar, pero por suerte casi no se tardó: a las 17:27, según el boleto -quien escribe esto no usa reloj ni tiene celular- ya estaba arriba del medio de transporte, directo a Liniers. El colectivo venía casi vacío, y no registré a nadie que tuviera alguna remera o algún signo de estar yendo al mismo lugar que yo.
Durante el viaje, leí la última edición de
Barcelona y me reí un buen rato, hasta que, ya en Hurlingham, el periódico se terminó (¿cada vez es más corto o sólo me parece a mí?). Al rato, una señora tocó el timbre para bajar, y el chofer le pidió que lo haga por adelante ya que la puerta de atrás estaba
trabada. Cuando llegamos a Palomar -y ya estaba embolado de no tener algo para leer- el colectivero bajó en la parada del centro y le contó a uno de los compañeros el suceso de la puerta. Este fue a mirar, intentó destrabarla... y se encontró con que, en realidad, estaba rota y salida de los ejes. Le dio un consejo poco útil -al menos para mí que pretendía estar ya en el estadio- al chofer:
“Bueno... seguí el viaje despacio, y si encontrás otro en el camino, pasale los pasajeros”.
Otro era otro colectivo, que por supuesto no
encontramos.
A esta altura, sólo quedábamos tres pasajeros. El colectivero les preguntó el destino a los otros dos, no a mí, que ya le había dicho
“hasta Vélez” cuando subí, porque no sabía cuánto salía. Seguimos viaje.
Supongo que si poníamos a caminar al lado del 182 a un viejo de 93 años, con asma y bastón, tranquilamente lo pasaba. No creo que haya superado en ningún momento los 40 kilómetros por hora. Todavía quedaba, para colmo, aproximadamente medio viaje por hacer.
Ya en Ramos, el hombre de camisa celeste -que más allá de la velocidad, manejaba con una displicencia que me molestaba sobremanera- hizo de vuelta la pavada de mostrarle la maltrecha puerta a un compañero... que también lucía el espantoso atuendo, claro. No sé muy bien qué pretendía que le dijeran más que
“seguí, negro, otra no te queda”. Eso fue lo que hizo el compañero, y eso lo que hizo él: cruzó la barrera, dobló en Rivadavia, y prosiguió con el lerdo y ya insoportable viaje. Ya nervioso, mientras tanto, quien escribe iba maquinando qué se encontraría en aquel show que tanto había esperado. Después de un buen rato, y justo cuando comenzaba a creer que el José Amalfitani quedaba en Rusia, llegamos -llegué- a destino.

Cuando empecé a caminar rumbo al estadio, me extrañó ver camisetas de Vélez Sársfield avanzando en dirección opuesta a mí. No eran dos o tres, eran muchas, y el equipo dirigido por Tocalli jugaba ese día... ¡pero en cancha de San Lorenzo, en el Bajo Flores! Pensé:
“éstos deben haber venido a ver el partido a algún bar, o algo así”. Seguí caminando, creyéndome lo que había pensado. Pero seguían apareciendo camisetas con la V azulada, y mis sospechas de que algo extraño había sucedido se acrecentaron cuando, al fin, llegué a la cancha. Ahí ya eran muchos... algo pasó.
Mientras, recordaba que todas las veces que fui a esa cancha a ver a Racing, nunca ganó (y fueron unas cuantas). Aunque ahí lo vi salir campeón, luego de una intenso y apabullante diluvio en las horas previas al partido (con este dato traté de descartar la teoría de que no le caigo bien al Amalfitani). Después recordé el show de los Red Hot Chili Peppers en 2001, también bajo un diluvio de aquellos. Y seguí caminando hasta llegar a -si no me equivoco, algo más que posible por ser un desconocedor de calles- la esquina de Juan B. Justo y Jonte: el
Carrefour donde me encontraría con mi acompañante.
En esa esquina, la gente de Vélez ya era una multitud aglomerada por alguna causa en común, estaba claro como el agua que cayó aquellos dos días de 2001 que esos muchachos estaban en
actitud piquete. Antes de llegar al supermercado, había visto en un televisor de un kiosquito un videograph que decía
“La gente de Vélez se reúne en su estadio”. Lo vi desde afuera, estaba en letras grandes. Creo que el canal que estaba puesto era C5N (nota: puaj). Las cámaras estaban a metros de mi persona, pero seguía sin saber qué carajo pasaba allí. No pregunté. Entré al supermercado, y senté mi trasero en uno de los postes ubicados cerca de la entrada, justo después del interminable estacionamiento. Sabía que era temprano aún, porque había bajado del colectivo a las siete menos veinte. En el estacionamiento del lugar, por supuesto, también había un grupito de hinchas de Vélez. De Zimmerman, lo único que había visto hasta el momento era un tipo que vendía remeras frente al estadio. Nada más.
Después de estar sentado unos minutos, y de escuchar a una hincha velezana contar algo por la mitad -oí de su boca las palabras
“micro”, “policía” y
“tiros” en una misma oración, esas tres más fuerte que las demás- enfilé para el kiosco de diarios donde, se suponía, debía encontrarme con mi acompañante. Encontré el puestito y me quede parado frente a él, sin saber qué hora era y qué pasaba con toda esa gente, aún. Vi llegar al lugar un par de patrulleros que me alarmaron sobre lo que podía haber sucedido. Y sobre lo que podía suceder desde su llegada.
En el puesto de diarios había otro flaco esperando a alguien, sentado en el costado con su mp3. Después de observarlo y envidiarlo un buen rato -la envidia sana no existe, aclaro, y deseé que su reproductor explote- una señora, más bien una
vieja chota de esas clásicas chusmas de barrio, -vamos a decirlo en castellano- vino y me preguntó
“¿se está juntando la gente acá?”. Ustedes y yo sabemos que cuando esas gentes se acercan a uno haciendo una pregunta, es en busca de charla. Pero estaba tan aburrido, que en vez de optar por no darle bola, le contesté
“sí, no sé qué pasó, yo vengo a ver a Bob Dylan, estoy esperando a alguien…”. La cara de la
vieja chota de esas clásicas chusmas de barrio se iluminó, como pensando
“encontré a un boludo que no sabe lo que pasó y... ¡puedo charlar y contarle todo!”. Entonces, la cuasi-anciana procedió:
“No, lo que pasó es que mataron a un chico cuando estaba yendo a la cancha de San Lorenzo” (¿por qué la gente pone un “no” antes de empezar una oración?). Y bla bla. Dijo alguna gansada más, la miré -supongo que con mi gentil cara de orto característica- y le dije
“espero que no pase nada”. Y repetí:
“yo vengo a ver a Bob Dylan”, como diciendo
“si se suspende por culpa de eso me corto los huevos y los dejo acá”.Ese fue el fin de la charla.
Luego la
vieja chota de esas clásicas chusmas de barrio siguió camino rumbo al interior del supermercado, con el deber cumplido de haber chusmeado con alguien del tema, cosa que de seguro la desesperaba (cualquier acontecimiento que dé charla con un tercero a ellas les sirve, sea el clima, Maradona, Chávez o el vecinito que se droga).
Yo seguí en la dulce espera (por cierto, ¿quién inventó está estúpida frase hecha? La espera nunca es dulce, casi siempre es insoportable. Pero bueno, volvamos a lo que importa). Del señor de 66 años que iba a ver, nada. Pasó una pareja de jóvenes con remeras de Pink Floyd, y pensé
“bueno, somos tres que venimos a ver a Dylan”. Pasaron otros más, esta vez con remeras de Bob Marley. Creí que se habían confundido de Bob, hasta que al rato pasaron otros -también con remeras del ícono reggae- y ahí entré en la duda de quién era el equivocado, si ellos o yo. Capaz lo habían resucitado al otro Bob, qué se yo... a esta altura mi
suerte racinguista podía deparar cualquier cosa. Más en este estadio, maldito para mí.
Después de otro rato de espera, con muy poca gente encaminándose hacia el estadio con aspecto de
yo voy a ver a Dylan, pregunté la hora a un señor que salía del súper.
“Ocho menos cuarto”, me dijo. Se suponía que con mi acompañante nos encontrábamos a las siete y treinta, por lo que mi desesperación iba en aumento. A pesar de haber ido a más de ochenta recitales en 22 años de vida, y después de mucho tiempo de ir a ver shows sin mucha expectativa -no por los shows en particular, sino por mí, que iba a ellos sin pensar mucho a dónde estaba yendo- el 15 de marzo de 2008 estaba particularmente nervioso. Como si fuera a subir al escenario. O peor, quizá.
La cuestión es que seguía esperando, y no llegaba mi acompañante. Crucé las veredas divididas por la calle de ingreso para los autos -donde, dicho sea de paso, un camión intentó pasar y casi tira el cartel de
“altura máxima” a la mismísima mierda, hasta que el seguridad del lugar le advirtió al conductor que en el estacionamiento subterráneo no entraba- y esperé desde el otro lado, mirando al kiosco de revistas obsesivamente. Pasó Alfredo Rosso -con quien, presumo, era su mujer-, lo miré y sonreí. Pero no lo saludé, solamente me importaba don Zimmerman (y mi acompañante que no llegaba).
La gente de Vélez seguía merodeando por ahí.
Rompiendo las pelotas por ahí, para mi gusto. (Verán que ya estaba insoportable).
Y al fin, llegó la compañía. Saludo; sorpresa por la presencia de toda la gente de Vélez; un par de palabras más; mi explicación respecto de los hinchas; una ida al kiosco donde había visto el videograph de C5N... y adentro.
Cuando subimos las escaleras del estadio, ambos sentimos que habíamos escalado el monte Everest en 2 minutos. No sé si estamos fuera de estado o que la platea alta es alta de verdad. Un poco de las dos cosas. Cuando accedimos después de la interminable escalada a las gradas, apareció otro de los grandes males de la sociedad: los
acomodadores mangueros, mentirosos y coimeros (me explico: la
vieja chota de esas clásicas chusmas de barrio había sido el primero). El
acomodador manguero, mentiroso y coimero comenzó la función:
“Hola chicos, ¿tienen la entradita? Así los ubico... Les explico: ustedes tienen una entrada de noventa pesos, que es al fondo de todo, pero yo los puedo ubicar por el medio, que sale ciento veinte... si quieren, si son buenos…”. Esta lacra de la sociedad creyó que nosotros le íbamos a dar una
comisión por ubicarnos en una platea que, además de salir en todos sus sectores noventa pesos -lo de ciento veinte era una total mentira, of course-, no le pertenecía a este desagradabilísimo sujeto. No le dimos bola y bajamos en busca de dos asientos libres, que encontramos pronto.

Recién había empezado Gieco, adecuado acto soporte del hombre de Minnesota. (En la platea había un alambrado que no estaba la última vez que mi persona anduvo por allí. Bastante molesto, por cierto). El vivo de León estaba tocando solo, junto a su guitarra,
Como la cigarra. Su show se basó en covers de otros artistas latinoamericanos, según dijo. Hizo temas de Zitarrosa, el Cuchi Leguizamón e Iván Lins; y
La guitarra, tema que tuvo
“el honor de componer” junto a Atahualpa Yupanqui, incluido en su disco
Bandidos rurales. Para la ocasión lo acompañaron un par de músicos invitados. Los presentó a todos, pero yo me acuerdo sólo de un par: Franco Luciani y el Aca Seca Trío. Para el final, quedó Gustavo Santaolalla. Y luego, Gieco solo, como al principio. Pidió las voces de la gente para
La memoria, bella canción del disco citado. Luego cantó, a capella, otra belleza de su autoría:
Cinco siglos igual. Sorprende que su voz esté tan intacta y limpia con tantos años de carrera. No sorprendía tanto ver el Amalfitani semivacío, aunque sí daba un poco de cosa. Más, pensando que un tal Palau estaba atestando de gente el centro de la ciudad.
Cuando todos creíamos que su set ya terminaba, Raúl Alberto Antonio -sí, se llama así- pidió permiso a la organización para hacer un temita más. ¿La razón? Había llegado al lugar un
“amigo”, un
“artista muy importante”. Y ahí salió Charly... y Santaolalla de vuelta. A tres guitarras, se mandaron con
Pensar en nada, alternando en las voces. Cuando terminaron, la ovación fue merecidamente enorme. García tiró un
“todo por Bobby” luego de que la gente coreara su nombre. Se suponía que allí finalizaba esta apertura. Pero no terminaron ahí. Antes de que tiren el acorde inicial, dije en voz alta a mi acompañante
“van a tocar El fantasma de Canterville”. Acto seguido, empezaron con ese clásico. Su cara me miró sorprendida, porque había acertado. Era previsible, pero me hice el que sabía y luego procedí a escuchar la canción. La ovación fue más grande aún y, ahora sí, se despidieron. Presiento que podrían haber estado tocando toda la noche, o al menos eso pareció que deseaban (ni hablar si Bob les preguntaba si querían tocar con él).

Pero lo que venía no se podía postergar por ningún crédito local. Con todo respeto.
Supongo que en la charla durante el
intermezzo entre show y show olvidé por un rato, sólo un instante, a quién iba a ver.
Hasta que las luces se apagaron.
Y ahí me acordé, y regresé a los nervios del comienzo del día.
Se escuchó una introducción -un fragmento de la Misa Glagolítica de Leós Janácek, según leí por ahí- y luego, un presentador anunciado al
“artista de Columbia Records, Bob Dylan”.
Todos enloquecimos.
En los costados del escenario, detalle que omití anteriormente, no había pantallas. Tampoco en el fondo. Estaban situadas en medio del campo de juego, justo en la división entre el campo para
la plebe y el campo de
los millonarios. Ahí comprendí que Dylan -además de cagarse en todo- quiere que lo vayan a escuchar, no a ver.
Por supuesto, Bob ni dijo
“hola”, ni
“good night” cuando apareció en escena de la nada. Nada de eso, directo a los bifes.
Empezó marcando la batería. Reconocí el beat al instante... y vaya si
Rainy day women #12 & 35 no es un buen cachetazo para empezar. La voz del genio se tornó gruesa y narrativa, menos humorística que en la versión original (pasaron un par de años en el medio). Yo ya podía decir que mi entrada se había pagado sólo con este tema. Me rompí las manos aplaudiendo cuando terminó. Acto seguido, comenzó una progresión de acordes más que familiar... ¡estaba viendo en vivo
Lay lady lay! Me agarré la cabeza una y otra vez, y se me puso la piel de gallina (no por el fuerte viento que soplaba, precisamente). El enfermo que escribe esto había estado buscando en las últimas semanas las listas de temas que venía haciendo Zimmerman, y este tema figuraba en poquísimas. No tuve más que agradecer. Y pensar que, en el fondo, la cancha de Vélez no me odiaba tanto. Supuse también que todos los hinchas de dicha institución ya estaban en sus casas. Tampoco me importaba mucho.
Pasó
Watching the river flow, un furioso blues con mucha -pero mucha- potencia. La banda suena tremendo. Y muy nítida cuando es necesario. Este fue el último tema que Dylan tocó en guitarra. Cuando finalizó, se ubicó en los teclados, mirando medio de costado al público. Acto seguido, arrancó con una bestial versión de
Masters of war, uno de los grandes momentos de la noche. Cuando hizo falta, la narró. Cuando no, la cantó. Demostró que es un intérprete inigualable. Único.
A esta altura, el estadio ya podía derrumbarse, si era por mí. Habría muerto entre escombros, pero feliz. Y eso que recién iba por el cuarto tema.
Al clásico de
The freewheelin’... le siguieron los primeros temas de
Modern times.
The leeve’s gonna break fue tremenda -como todos los momentos cercanos al blues que hubo durante el show. Todo suena elástico, los temas se caen y vuelven. Mucho de eso se le debe a George Recile, el excelente baterista que traía con su ritmo de un lado para el otro las canciones. Luego llegó
Spirit on the water. Sonó impecable, con una nitidez que te hacía preguntarte si estabas en un estadio o un pequeño teatro. Además, claro, es una bella canción, una balada jazzera que colma el buen gusto. Los temas de sus últimos discos no fueron versionados, como sí los clásicos. Sin embargo,
Things have changed -el tema que le valió a Bob un Oscar, que reposaba en uno de los amplificadores- sí fue versionada, a pesar de ser bastante reciente. Sonó más rústica que su original, pero fue igualmente festejada por todos los presentes. Para seguir, sonó otra del último, otro temazo:
Workingman’s blues #2.

El momento que siguió fue otro de los grandes acontecimientos de la noche. La versión de
Just like a woman que nos regaló esa tremenda banda, con Dylan amagando el estribillo y la gente cantándolo como en su versión original, fue algo mágico e irrepetible. Ya tenía un nudo en la garganta, a decir verdad. Pero era razonable cualquier emoción luego de ese momento increíble. De hecho, me estoy emocionando nuevamente mientras escribo esto.
Después de la ovación, gigante, Dylan volvió al presente. Tanto en vivo como en los discos, se encarga de demostrar que no vive del pasado. Por eso, otras dos piezas de
Modern times siguieron al clasicazo de
Blonde on blonde. Primero fue
Honest with me, otra demostración de sutileza. Pero quedó opacada al lado de la que es, casi seguro, la mejor canción en los últimos tres discos del genio:
When the deal goes down fue increíble. Los arreglos en los temas lentos del último disco sonaron espectacular: otra vez me sentí en un teatro. Hasta que me arrolló
Highway 61 Revisited. Punk. Heavy. Pónganle el nombre que quieran, pero no alcanzaría a definir cómo sonó este tema. Fue sencillamente demoledor, otro de “esos” momentos inolvidables. Para apaciguar, siguió otra nueva: la conmovedora
Nettie Moore. Copio y pego una oración anterior:
“Los arreglos en los temas lentos del último disco sonaron espectacular: otra vez me sentí en un teatro”. Sepan disculpar repeticiones.

El concierto fue alternando entre la furia rockero-blusera y la sofisticación más ligada con el jazz. Las guitarras se entrelazaron perfectas durante toda la noche, pocas veces vi en vivo tan buena conjugación. Estas cosas las pensaba en los pequeños silencios entre tema y tema, entre los aplausos de la gente y los no-agradecimientos de Dylan, que prosiguió con
Summer days, el único tema que sonó de
Love and theft. La mayoría de las piezas ejecutadas pasaba cómodamente los cinco minutos de duración, pero a nadie parecía importarle. Supongo que ya sabíamos a quién íbamos a ver. Al menos algunos sí.
Lo que vino después fue, quizá, lo que todos esperábamos. Ver en vivo esta canción -llamarla simplemente
canción es algo pequeño e injusto, disculpen- se ha convertido en uno de los hechos más relevantes de mi estadía en este mundo (ni hablar que es uno de los grandes momentos en todos los shows que he visto). Sí, señores, hablo de
Like a rolling stone, momento de mayor éxtasis en la noche del sábado. El campo vip se desmadró, algo inevitable, y todos terminaron coreando el tema frente al ídolo. Bob la cantó muy diferente al original, e hizo lo mismo que en
Just like a woman: dejar silencios en el estribillo, que fueron ocupados por las voces del público. Sospecho que Dylan no sólo canta los temas diferentes al original por el paso del tiempo. Creo que también lo hace para no aburrirse... ¡y para que el público no pueda cantar a la par de él! Si al principio dije que no ponía pantallas para que lo escuchen, esto afirma más aquella sentencia. Imaginarán los que no estuvieron presentes el tenor de la ovación cuando sonó el acorde final de una de las canciones más trascendentales en la historia del rock, sino la más.
A esta altura ya había lagrimeado unas cuántas veces. Y con razón.
La banda y Bob se fueron, y se apagaron las luces del escenario. Como les dije antes, quien escribe esto es tan obsesivo que había chequeado que Robert venía haciendo dos bises por show. Por lo general, tocaba Thunder on the mountain y un clásico: All along the watchtower o Blowin’ in the wind. Siempre eran esos, era raro que apareciese otra canción. En particular, después de escuchar Like a rolling stone me parecía que Thunder... no quedaba tan bien.
Y volvieron a escena.
Ninguno tenía la camiseta de la Selección puesta. No dijeron “hola”. Ni una vez. Todos estaban impasibles e impecables, con los mismos trajes que antes.
Parece que Dylan escuchó mis pensamientos, porque después de hablar por primera vez en la noche -no se asusten, solamente osó decir “gracias por venir esta noche” y luego presentó a los músicos- decidió sacar Thunder on the mountain de la lista para incluir... ¡Stuck inside of mobile with the Memphis blues again! La versión fue genial, mucho más armónica que la original. Y fue otra ovación en la que destrocé con renovado placer las palmas de mis manos.
Ya se venía el final, quedaba una sola según mi intuición. Prefería -a pesar de adorar ambas composiciones- a Blowin’ in the wind por sobre All along the watchtower. Pero Bob empezó con la segunda. Y por supuesto, me compró igual, con una descomunal versión que espero conseguir en algún lado. Cuando terminó, las luces del escenario se apagaron y, cuando volvieron a encenderse, todos los músicos estaban frente al escenario.
Posando.
Esperando el aplauso.
Mirando al público como modelos exhibiendo su ropa.
Así estaban dispuestos.
Después del intenso aplauso, las luces no se apagaron... y Dylan encaró para su lugar, junto al teclado.
Iban a tocar una más.
Algo que no hacen nunca (lo dice el insano que miro las últimas veinte listas, y si mal no recuerda, una sola vez pasó eso). Por supuesto, la que sonó fue Blowin’ in the wind, para dejarme y dejarnos más enloquecido/s que antes. Su versión slow fue grandiosa. Y ver a Dylan tocando la armónica es una imagen tan fuerte...
Otra vez, el poeta y su banda posaron frente al escenario, y una nueva ovación bajó desde las tribunas del estadio.
Así culminaron dos horas de magia que nunca voy a olvidar.
Presumo que nunca voy a terminar de caer en la cuenta de que he visto al que considero el artista más trascendental del rock.
¿O fue un sueño?
Despiértenme si fue así. No, mejor no. Prefiero pensar que mi hechizo con la cancha de Vélez fue roto por un viejo de 66 años que será por siempre joven... Gracias Bob. ¡Estás igual!
(Si alguien encuentra el audio del show por ahí, por favor avise. Ah, las fotos son de la RS, creo. No me acuerdo de dónde las saqué).