El primer enigma de una obra, siempre, es el nombre. Y el disco nuevo de Atrás Hay Truenos se llama Bronce. Resultado de la fundición de un metal con otro, como dice el tema-título -“somos metales aleados, no se pueden separar”-, no hay juego olímpico que valga en esta escala de valores metálicos. No se trata del precio -por ahora- sino de la unión. Y “Bronce” la ¿canción?, abre el disco y el juego de preguntas que flotará en el viento.
Este bendito material fue la primera aleación de importancia obtenida por el hombre y se ganó, en la prehistoria, su período de auge, su propia Edad: con el bronce el hombre hizo armas y utensilios varios, esculturas y joyas. También monedas, claro; e instrumentos musicales (platillos, vientos, campanas y un largo etcétera).
Las pulsaciones que nos introducen en el bronce de los Truenos bien podrían tener poca relación con este material, pero... entre martillazos y sonidos oscilantes que emergen desde el más allá puede imaginarse un descubrimiento. El tempo flotante, la invasión de ultrasonidos, esa pugna entre lo que se percute y lo que oscila -vamos a lo técnico: la combinación de rítmica electrónica e instrumentos de percusión, más el mar de teclas que entra y sale, imbricándose- nos da una visión inicial fastuosa y reveladora. El bronce se figura verdaderamente: sinestesia. Y fuga.
Ahí está la clave de Bronce, en la puesta en escena. En las entradas y las salidas. En los efectos, en los planos, en la hipnosis que el grupo cocinó con paciencia en el estudio de grabación durante dos años y que estamos intrigados por ver cómo llevará al vivo. Este Bronce también es una creación humana, una composición brillante y valiosa y una gema de temer, como toda naturaleza manipulada por el hombre. Porque la historia sigue.
Empieza a contarse a partir de una fusión que hermana dos cosas -sin que sepamos cuáles- para siempre. Si nos ponemos minuciosos, todo lo que se presenta desde el minuto cero se descompone en el martillazo final de “Bronce” y su cola de reverb que parece tener respuesta en el comienzo de “Perro”.
El espacio íntimo se hace al exterior en la segunda, donde el protagonista ¡monta un perro abandonado! Y aquello que en un principio era inseparable ahora no está: pasamos, entonces, del dos al uno sin escalas. Ahora el cielo, contrario al inicio, se ve desde afuera. Pero si en el texto la narración se rompe -o mejor dicho, continúa con una ruptura-, en la tímbrica se profundiza. Los sintetizadores devoran todo y en su irregularidad preponderan o dan algo (poco) de protagonismo a la batería y a las guitarras que, tímidas, juegan a las escondidas. Este “Perro” debe ser Laika: espacial y eterna. Un perro que Daniel Melero sacaría a pasear orgulloso.
Si toda la canción es una excusa para el soplo del final, que se desinfla entre un simulacro de conexiones dial up, lo vale.
Si toda la canción es una excusa para el soplo del final, que se desinfla entre un simulacro de conexiones dial up, lo vale.
Lo cierto es que Atrás Hay Truenos corrió el eje y comprendió que no siempre guitarra es rock: en el ritmo y la superposición de capas parece estar la papa esta vez. Las letras insinúan, y a partir de aquí parecen dar más pistas. El narrador se dirige a otros ojos en “Encuentro”.
Entonces somos dos y somos gente, bien. El continuo tecla-secuencia-videojuego sigue su marcha triunfal: hay un hilo, ahora roto por el bombo. Otra vez el final (¿violines? ¿teclas? ¿pedales?, no importa qué) es clave. Cuarenta segundos de retirada tras un deseo que se pregona imposible: lo que importa es el final.
“Cara de mapa” es novedosa sólo en el contexto del disco: el ritmo machacante retrotrae al sonido clásico de AHT y a un modelo más arquetípico de banda de rock (aunque vuelve a combinarse el golpe humano con el sonido electrónico; este último, casi un látigo). Que la cara del otro sea el mapa significa que la memoria sensitiva es la que viaja, ve y recuerda todo aquello que el cuerpo no llega a albergar porque lo desborda (o lo supera, puede ser una condición emocional o verdaderamente física). Al fin, las guitarras, aunque sutiles, ganan protagonismo. Parece haber un viaje y la sensación de llegada inminente al lugar -el Río negro, o Río Negro, de la siguiente canción- o al objeto ¿deseado?
¿Está esa continuidad en las letras o el viaje sonoro que propone el disco nos conduce a una narración que no es más que textos independientes, materia sin alear?
¿Está esa continuidad en las letras o el viaje sonoro que propone el disco nos conduce a una narración que no es más que textos independientes, materia sin alear?
Es tan placentero el recorrido que en el fondo no importa demasiado. Diseccionado o completo, el viaje es el viaje. Y si no nos bajamos de esa idea de trip completo, la siguiente foto incluye el temor: representado desde el comienzo, suspensivo y elástico, de la mencionada “Río Negro”. Se dice, también:
Rio negro, tengo miedo
De las rutas y el desierto
¿La naturaleza es lo que abruma? ¿O el destino?
En un rayo, en el tiempo
El futuro ya llegó
El futuro que llegó y la inmensidad que no se puede evitar (“me di cuenta que te iba a seguir”, “me di cuenta que te ibas”). Atención: el que se va es el lugar, no la persona. Todo es enigma, en realidad, pero el que extraña se lleva un pedazo y el territorio es el que abandona. “Consuelo” es Kubrick cuando empieza y Cure cuando se destapa. Lo que importa es el trasfondo, sea el “consuelo por lo que queda” o lo que resuena atrás de las guitarras (gritos, ruiditos, bocinas) como si hubiera dos charlas en simultáneo.
Aquello que persiste es “Para siempre”, sí (qué hermosa canción, un tratado de paciencia, como si ese “para siempre” borrara toda prisa). De golpe, casi entre máquinas registradoras que hacen clink, caja a lo “Money” de Pink Floyd, el viento, protagonista estelar, es el dueño que lleva al narrador de las orejas. “Euro, el reino de tu amor”, se llama la canción. ¿Qué está pasando acá? ¿Euro? Lo único que lleva ese nombre es la moneda de la comunidad europea. ¿Acaso el viento que nos arrastró hasta aquí es el tiempo que transformó aquella aleación noble en una de las monedas más codiciadas del mundo? ¿Ése era el viaje?
El cielo, que en un principio se contemplaba con vacilación, es dorado -vaya color- y falso. El reino está despojado de tesoros. Rosario Bléfari hace las veces (voces) de viento arrasador y sí, le hacemos caso como si fuera el valor más preciado. Caemos rendidos ante ella.
¿Se va de la naturaleza a la podredumbre humana? ¡¿Euro es mi dueño?! ¿El bronce no sirve para nada?
En el fondo, todo lo sólido se desvanece en el aire: de eso trata el final, una coda que es desahogo en forma de notas tenidas y fluctuantes. Atrás no hay truenos ni de cerca: esto es pura suspensión y podría ser, a eso juega, interminable. El viento del sur hoy es una respiración reverberada y honda, que no tiene precio.
Porque un viaje como éste es invaluable.-
[El arte de tapa es una fotografía de Javier Obando sobre la obra Variables de Ariel Mora. La foto de AHT la tomó Carlos Castel]
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